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Friday 7 de January de 2011, 17:44:23
02-01-11 : Vía Verde Ruta del ferro
Tipo de Entrada: RELATO | 2766 visitas

Realización de la Vía Verde que une Ripoll con Sant Joan de les Abadesses y el núcleo de Ogassa, un pueblecito de origen minero asentado en la falda de la Serra Cavallera que, según diversas fuentes, fue el segundo municipio de España en tener luz eléctrica, allá por el año 1900. El relato es un poco largo y contiene algunos datos informativos, de manera que es mejor leerlo con tiempo.

 

 

Con el ímpetu de los buenos propósitos que surgen al comienzo de un nuevo año, me dispongo a realizar una excursión que tenía aparcada desde hace mucho tiempo: llevar a cabo en bicicleta, en plan paseo, la Vía Verde “Ruta del ferro”, o según otros, “Ruta del ferro i del carbó”, en referencia a la importancia de la metalurgia en esta zona en un pasado reciente y a las minas de carbón de Ogassa, cuya hulla se transportaba en ferrocarril hasta el Puerto de Barcelona para ser comercializada. Sea como fuere, lo cierto es que ahora, una vez allí, lo que te encuentras –o espero encontrarme– es un carril bici de pendiente suave que discurre por la naturaleza, lo que para mí es una imagen evocadora que me atrae como el imán al hierro. La lástima es que Alba no me pueda acompañar.

 

Hacia las siete de la mañana salgo de su casa –más bien de sus padres– con destino a una cercana gasolinera, ya que la rueda delantera de mi rudimentaria bicicleta está floja. Como el camión cisterna está en plena tarea, el acceso está restringido, pero tras preguntarle al señor me entero de que sí es posible hinchar las ruedas, así que me dirijo a la chica que atiende la estación de servicio para que me preste el artilugio pertinente para proceder a tal menester. Me indica que ahora iba a salir a colocarlo, que lo deje puesto, cosa que hago tras mostrarle mi gratitud y dejar a punto el neumático. Entonces atravieso Granollers hasta la estación “Granollers Canovelles” y adquiero un billete de ida y vuelta, que con el carnet joven me sale por 9,50 euros, un importe que no está nada mal para un trayecto de más de una hora de duración.

 

Alguien me podría preguntar el porqué de haber escogido el tren como medio de transporte pudiendo optar por el coche y así acortar el viaje y hacerlo más confortable. Mi respuesta, más convincente que efusiva, sería que, por un lado, el viaje en tren es más romántico y literario, y, por otro, que es la manera más adecuada para acceder a una Vía Verde, según lo aceptado por el orden establecido. Pero claro, entre el madrugar, el frío que hace un dos de enero, y la espera, el coche tira mucho y, a decir verdad, hasta el último momento no me he decantado por la Renfe. El demonio que hay en mí me llevaba para el Kadett, pero el angelito, más políticamente correcto, me decía que ni hablar, que nada de contribuir a la contaminación atmosférica para dar cuatro pedaladas de ciclista inexperto, de esos que sólo cogemos la bicicleta en verano para dar un paseo por la playa. Por esta vez el bien ganó al mal.

 

A las 7:39 aparece el tren que, con inicio en Hospitalet, la segunda ciudad más poblada de Cataluña, se dirige a Puigcerdà con conexión a la Tor de Querol, ya en territorio francés. ¡Menudo Cercanías! En el interior del vagón, que imaginaba vacío, hay varios grupos provistos de bicicletas de montaña bastante buenas y unos cuantos jóvenes con esquís y tablas de snowboard que deben dirigirse a Vall de Núria o a La Molina, las dos estaciones de esquí accesibles desde esta línea (R3). Si el ambiente no es nada literario, del paisaje ni hablemos: al ser de noche no hay nada que ver. Conforme pasan los minutos comienza a amanecer y, en Centelles, observo las paredes del Puigsagordi, que albergan una vía ferrata que a este paso me conoceré de memoria, Les Baumes Corcades.

 

A la falta de romanticismo y de lirismo se une la aparición de dos hombres que se me acercan cuando me cambio de ubicación para situarme junto a la puerta y así tener mejor colocada la bicicleta. Son dos palabras, pero no recuerdo bien el orden: “Policía, documentación”. Resultan ser dos agentes de paisano que anotan en una libretita datos de mi documento nacional de identidad. A continuación me preguntan si la bicicleta es mía, dejan constancia escrita de que sí y se van sin más, lo cual hace que el viaje ya empiece a tomar aires de novela policíaca, quién sabe si de algún manuscrito de Agatha Christie aún inédito. Por suerte, de aquí a Ripoll no acontece ningún crimen a bordo. Con las partidas al “Cluedo” y a “La Herencia de Tia Agata” ya me conformo…

 

El tren se detiene en la capital del Ripollès hacia las nueve de la mañana. Hace un frío que pela. Guantes, gorro y tapacuellos me protegen de la baja temperatura, pero son insuficientes cuando me dedico a llenar de agua mi bidón en una fuente que mana casi gota a gota. Acto seguido continúo por la calle Progreso, que se debe tomar a mano izquierda conforme se sale de la estación, hasta llegar a una rotonda en la que un gran cartel indica que comienza la “Ruta del Ferro” –no menciona el carbón– y especifica que se trata de una Vía Verde. Además de las normas generales de uso de estas, que omito por su sentido común, recuerda que está prohibido realizarla en motocicleta, a caballo, en coche o en tractor, e informa de que sigue el antiguo trazado del ferrocarril Ripoll – Sant Joan de les Abadesses – Toralles. Nada dice de Ogassa, el pueblo donde están las minas de carbón, que algunas fuentes lo incluyen en la ruta pero otras no. De hecho, la señalización entre Toralles y Ogassa es diferente y la pendiente se vuelve bastante pronunciada.

 

Si ya me ha dado palo salir de casa y decidirme a venir, sólo falta un día gris y frío, de esos en los que poca gente sale y la mayoría está en su hogar o en el ajeno, para acabar de desanimarme y hacer que me pregunte qué hago yo aquí. Pero no hay más remedio que ponerse en marcha, es la única manera de entrar en calor y de regresar con el objetivo cumplido y conociendo una nueva zona a la que espero poder acudir con Alba cuando esté en condiciones y haga mejor tiempo. Así, tomo una fotografía, anoto la hora de partida –las 9:15–, me abrocho la mochila en la cintura e inicio mi pedaleo, por primera vez, a través de una Vía Verde, entorno que difiere sobremanera de la masificada playa de Badalona, el lugar al que voy casi siempre que cojo la bicicleta.

 

Si el día supuestamente soleado no lo es, la ruta presumiblemente verde en un primer momento tampoco lo parece, si uno en tal concepto excluye el discurrir al otro lado del quitamiedos de una carretera. Pronto me percato de que esto va a ser como la variante francesa del Camino de Santiago a su paso por Galicia, a saber: que cada medio kilómetro hay un mojón que indica la distancia, aunque aquí no es una cuenta atrás, sino que va en aumento. Con pocos de estos me he topado cuando, junto a las señales de “cruce peligroso” y “cedan el paso”, aprecio un reciente ramo de flores y un buzón cercano destrozado. Es el acceso a “La Serra” desde la carretera. Con la de pocos coches que deben de pasar por aquí, ya es mala pata pasar justo en ese preciso momento en el que todo se va para siempre. La vida siempre tan imprevisible, y dando golpes cuando menos te los esperas…

 

El itinerario está salpicado de plafones informativos, algunos de ellos en cuatro idiomas. El que tengo delante está sólo en catalán, e informa de que el ocioso paseante o ciclista se haya en el Paseo de los Aurones –¿Estará Poti Poti?–, en la Riera de las Carboneras – Río Ter. Aparecen representadas bastantes especies vegetales y algunos pájaros propios del bosque de ribera y te explica que se trata de una comunidad frágil y amenazada que incluye a algunos animales poco comunes en Cataluña. Acaba diciendo que la adecuación del espacio ha implicado a las empresas colindantes en su conservación. Una vez tomada la fotografía para enriquecer con tales datos el presente relato, continúo hasta detenerme ante un túnel situado en el punto kilométrico 3,5. Antes de atravesarlo hay una zona de estiramientos y varias mesas de “pícnic”.

 

El túnel, de unos veinte metros de longitud, tiene una pequeña galería lateral oscura y encharcada a la que me asomo. Las filtraciones de agua producen un goteo incesante con un sonido que me cautiva y que comienza a despertar mi espíritu montañero, aún aletargado en este día frío y gris de invierno, más propio de comidas familiares; de ahí que aún no me haya topado con nadie, cuando en verano esto debe de estar infestado de gente. Al otro lado, tras comprobar que en su interior hay eco, la vida sigue, la luz lo ilumina todo, la pequeña senda asfaltada se abre paso entre prados. Las desproporcionadas campanas que unos caballos portan en el cuello al otro lado de la carretera, en unos prados, emiten una agradable música que acaban por convencerme: hoy puede ser un gran día, como cantan Sabina y Serrat. Y como siguen poco después, aprovecharlo o que pase de largo, depende en parte de mí. Habrá que estar predispuesto y receptivo y olvidarse del maldito frío…

 

Al poco, a mano derecha, se deja un restaurante que sirve menús que si uno quiere puede degustar al aire libre, en las mesas de madera tipo merendero, donde según se indica está prohibido hacer pícnic. Pasando por detrás de unas pistas de tenis se accede al pequeño pantano de Cal Gat, que iré a investigar a la vuelta, de momento me conformo con seguir adelante rumbo a las minas de Ogassa. De camino, varios plafones explican la formación de Los Pirineos y la presencia de algo de petróleo en el subsuelo. Así, por ejemplo, puedes aprender que los sedimentos que afloran junto a la senda (turbiditas) se depositaron en el Eoceno, hace unos cincuenta millones de años, en zonas profundas marinas, y que contienen gran cantidad de materia orgánica que a menudo se transforma en petróleo. Respecto a la formación de la cordillera que tan buenos momentos nos ha proporcionado, comenta que fueron necesarios cuarenta y cinco millones de años de grandes esfuerzos de compresión continuados de las placas continentales ibérica y europea, que consiguieron doblar, romper y amontonar las rocas, surgiendo así el Aneto, la Pica d´Estats y compañía. ¡Bendita compresión!

 

Con la lección aprendida toca subir de nuevo a la bicicleta. Del Taga, que tendría que ser bien visible desde aquí, no hay ni rastro, está engullido por la niebla o por las nubes, ya que el sol de momento no se ha decidido a aparecer. Lo que sí veo es una bonita masía en el prado colindante a la senda, que fotografío junto a mi ciclo carente de mí, inerte, sin alma. Juntos continuamos y no tardamos mucho en llegar al punto más estratégico de esta Vía Verde, donde algunos se dan media vuelta: el Parque de la Estación, en Sant Joan de les Abadesses. Aunque ahora no hay nadie, no me resulta difícil imaginar lo a tope que debe de estar en primavera, verano u otoño, y quizá también en los pocos días de invierno en los que el frío ofrece una tregua. Hay un bar –situado en la antigua estación– , una área recreativa, una zona de estiramientos, un local donde alquilan bicicletas aún cerrado –abre a las 10– y un albergue reciente llamado Ruta del Ferro, entre otras cosas. La información también abunda. A partir de aquí, si uno es fuerte y confía en su bicicleta, puede ir en busca de otra vía verde, la del Carrilet, que le llevará hasta el mar, concretamente a Sant Feliu de Guíxols, pasando por Olot, aunque diría que hay varias variantes. Unos mapas en varios plafones te indican varias posibilidades, aunque siempre se puede entrar a preguntar en el albergue –incluye el centro BTT del Ripollès– o al local de alquiler y reparación de bicicletas, si uno está interesado. Uno de los carteles está dedicado al pueblo y a una ruta a pie que pasa por sus puntos de interés. Escogiendo el idioma pertinente –hay cuatro– te llevas una idea de lo que sería interesante visitar si es que te apetece complementar el ejercicio físico con un poco de cultura: el monasterio al que hace referencia el topónimo de la villa, la plaza Porxada, el Pont Vell gótico, etc. También menciona que es el escenario de varias leyendas, como la del Compte Arnau o la de las brujas de la Poza de Malatosca. Y finalmente incluye un escrito del “General Ginestà i Punset, Tramuntana, 1918”, que dice:

 

“Revienta la tramontana y los payeses dicen que es el conde Arnau que pasa. Conde Arnau, Dios nos libre, nos libre. Con aullidos de fiera por las cimas se desliza, se precipita por los riscales y se arrastra por la llanura. En su sardana histérica bota, zumba, ensordece; desmenuza sembrados, arranca árboles; despeña, arrasa, alzaprima. La tramontana brama”.

 

Con los dedos cruzados, deseando que el susodicho conde no haga acto de presencia en el día de hoy, reinicio la marcha. No muy lejos, una pista a mano derecha bien indicada te lleva al gorg de Malatosca, que si acaso visitaré a la vuelta –no será así–. Puedo leer en el desvío que “su ubicación sombría y misteriosa ha hecho que la creencia popular lo relacione con un punto de encuentro de brujas y refugio de seres mágicos. Se encuentra en una depresión húmeda y en medio de una vegetación espesa, con alisos, avellaneros y sauces. Es el resultado de la acción erosiva del impresionante salto de agua del torrente”. Lo que no dice el cartel es que, según vi ayer en la web del albergue, es el lugar al que la gente va a tomar un baño en verano, aunque el restaurante de las pistas de tenis también cuenta con una gran piscina y otra menor para niños.

 

Llegar a Toralles, donde acaba el carril bici asfaltado, es un momento. Aquí te encuentras de nuevo con un cartel gigante de la Ruta del Ferro, lo que puede hacer pensar que es el punto final de la vía verde; para algunas fuentes así es. Un cartel morado, no verde, informa de que aquí comienza el “Camino natural para bicicletas y viandantes desde Ogassa hasta la estación de Toralles”. Como hay multitud de información respecto al pasado industrial y minero de la zona, sobre el pueblo, el ferrocarril, las vagonetas y demás, prefiero no hacer aquí un largo compendio de los carteles que se pueden leer, sino que daré dos pinceladas a modo de resumen. En ese sentido, lo más básico es que Toralles está aún en el llano, y era la estación en la que acababa el ferrocarril. Este se inauguró en 1880 al ser la opción más rápida y eficaz de transportar el carbón que comenzó a extraerse de las minas de Ogassa y Surroca a finales del siglo XIX hasta Barcelona. Las vagonetas bajaban hasta aquí impulsadas por la gravedad a través de un complejo sistema de vías y planos inclinados, de manera que las que bajaban llenas de carbón impulsaban hacia arriba a las vacías. Todo ello aconteció hasta que en el año 1967 cerraron las minas.

 

Hoy, a inicios del 2011, lo que aquí hay son unas grandes cuestas que hacen sudar la gota gorda a los ciclistas y paseantes que en su afán por llegar al antaño pueblo minero van ganando altura poco a poco bajo la supervisión de las altas cumbres peladas, como la del Puig Estela, en la que unas palomitas siempre sientan bien. El gran consejo que uno puede recibir al pie de la primera rampa, que tan literalmente se hace cuesta arriba, es que si el día es bueno y tiene fuerzas suficientes, no se deje engañar y tire para adelante. Al ver tal cuesta me he planteado darme media vuelta, por lo que he leído y por el aviso que me ha dado un hombre del albergue. Pero una vez te metes, no hay más que dos o tres tramos tan duros, la mayor parte del itinerario es una subida suave o un falso llano, no es un ascenso sostenido con la inclinación del primer tramo. Apeado de la bici, ya que lo mío son los paseos por la playa, dejo las susodichas cuestas atrás. La señal que me lo indica son dos bancos de madera: una vez en ellos ya hemos ganado la batalla. La lástima es que ahora que podría pedalear se me comienza a trabar la rueda trasera cuando pedaleo y tras estar un buen rato intentándolo solucionar acabo llegando al pueblo a pie, con la tentación de dejar escondida la bicicleta entre los arbustos. Pero la pobre igual también tiene ganas de lograr su objetivo y me la llevo conmigo, al fin y al cabo somos un equipo, y sin ella deshacer doce kilómetros me costaría más tiempo y esfuerzo. Tampoco me cuesta tanto incrementar su energía potencial gravitatoria (léase llevármela para arriba).

 

Santiago Rusiñol, en 1882, escribió en sus Impresiones de una excursión al Taga: “Columnas de humo que salen de altas chimeneas, que parecen obeliscos alzados en honor de la industria; talleres de construcción escalonados por el valle; planos inclinados y agujeros abiertos en la peña… nos dicen claramente que hemos llegado a las minas de carbón de Sant Joan”. Hoy, en cambio, cuando uno llega se encuentra con un pueblecito apacible, quieto. Por lo visto, están adecuando las minas para ser visitadas turísticamente y están construyendo un museo minero. Ahora que el sol ha salido, que el frío se va conviertiendo en fresco, que empiezan a verse las altas cumbres, tengo el problema técnico de la bicicleta, que tampoco anda fina de frenos, lo que me causa cierta angustia al pensar en el posible regreso a pie. Si es que no se puede tener todo…

 

En un cartel aparece una ruta por el pueblo que pasa por bocaminas y construcciones antiguas de su pasado minero: la escuela de niños, la de niñas, la farmacia, el taller, la iglesia de Santa Bárbara, la torre del director, la cooperativa, la oficina de la mina, etc. Como no conozco la zona y me temo volver a pie hasta Ripoll, me conformo con ver un plano inclinado, una bocamina –la de la Mina del Pinter– y el taller. Inmortalizo a mi sufrida bicicleta junto a la entrada a la mina y luego tomo otra fotografía de la oscuridad del interior del túnel. Sólo cabe la admiración cuando se lee que aquí trabajaban a pico y pala para extraer el carbón. Ahora, en cambio, lo que da dinero son varios restaurantes y alguna casa rural. En las terrazas de los primeros, algunos ciclistas llegados de no se sabe dónde pasan la mañana bajo el tímido sol que ahora sí brilla, o eso intenta. Por pista es posible dirigirse a Ribes de Freser o a Camprodón, pero ya no se trata de paseos como el de la Ruta del Ferro, sino de recorridos de entidad para ciclistas bien equipados y con experiencia.

 

El regreso, al menos hasta Toralles, es un poco para olvidar, pero a la bicicleta, ya antigua y muy básica, tampoco se le puede pedir mucho más. Básicamente hago todo el descenso a pie. Un ciclista, sin estar muy convencido, me dice que igual se me ha roto eleje trasero, pero en casa lo descartaré. Con una demora en aumento llego a la citada estación, en la que sólo queda un viejo edificio. Sin tomar el desvío a la poza en la que algunos sitúan los aquelarres –habrá que dejar algo para la próxima vez– llego a la estación de Sant Joan de les Abadesses, ahora soleada y plagada de niños. Más adelante, en el restaurante de las piscinas y las pistas de tenis, realizo el “itinerario natural del Pantano de Cal Gat”, de solo 400m de longitud. Se trata de una zona húmeda “peculiar en el Ripollès” en la que se puede observar el bosque de ribera en muy buen estado y la fauna que vive en él. Está incluido en la “Xarxa Natura 2000 de la Unió Europea”. Para llegar, como comenté antes, hay que pasar por detrás de las pistas de tenis, si no te puede pasar lo que a mí, que vayas a parar a la carretera general. Lo más llamativo es el observatorio de aves: una caseta de madera de unos seis metros cuadrados desde la que, sentado y mirando por una rendija alargada, se pueden observar los pájaros y estudiar su comportamiento si se tienen unos buenos prismáticos, que no es el caso. Por otro lado, a bote prontono veo ninguno. El recorrido acaba en “el mirador”, que me sorprende por estar en el bosque: lo que hay que ver son árboles. Ni vistas panorámicas, ni agua. Curioso mirador. Gracias a los paneles informativos, que incluyen un croquis con los árboles cercanos, puedes identificar aurones, sauces y robles, entre otros.

 

Una vez deshecho el itinerario, prosigo por la Vía Verde circulando a una velocidad tranquila con la bicicleta, pues si pedaleo fuertemente la rueda trasera se me atranca, aunque menos que antes. Por lo visto se me ha aflojado el eje trasero. Ahora que el sol ha aparecido me cruzo con varias familias de ciclstas que comienzan a hacer la vía en sentido ascendente. Diría que los niños se lo pasan mejor que los padres, e incluso aparentan ir más sobrados de fuerzas, o al menos más enérgicos. Si bien cuando he hecho yo la ruta hacía más frío, lo bueno es que no había nadie, o casi, en cambio ahora que me voy parece que los vecinos empiezan a asomar la cabeza, bien a pie o bien en bicicleta. Foráneos, pocos somos. Y dentro de nada habrá uno menos. Concretamente, llego al inicio de la vía, en Ripoll, a las dos y media, una buena hora para tomar el tren de las 14:46 que me dejará en Granollers sobre las 16h. Desde la estación distingo una montaña nevada que no logro reconocer. Intentar averiguar su nombre es una forma de amenizar los pocos minutos de retraso del convoy. Al poco, cuando el tren de Cercanías entra en la vía, casi seis horas después de haberme apeado, la excursión en tren y en bicicleta llega a su fin, muere, pasa a formar parte del pasado. Nada más queda el regreso, por cierto, de pie más de una hora, y la ilusión de haber conocido una nueva zona más, un pequeño pedazo de este planeta que nos acoge y que, si nos lo proponemos, seguirá siendo el más bonito del mundo.

 

P.D. Te invito a visitar mi canal de Youtube Feliz Éxito aquí:  www.youtube.com/felizexito




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