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Monday 30 de December de 2013, 19:44:59
21-12-13: Tres peregrinos en las Baumes Corcades de Centelles
Tipo de Entrada: RELATO | 3019 visitas

Nuevo reencuentro con Juanma, un peregrino madrileño que acostumbra a pasar unos días de Navidad por Gerona, y Julio, a quien también conocí en el Camino de Santiago pero con el que dada nuestra proximidad y afinidad comparto más a menudo experiencias en la montaña, eso sí, lejos de las tierras navarras donde un día nuestros caminos, más que cruzarse, convergieron.

 

Para estrenar el invierno lo mejor es no madrugar, máxime a sabiendas de que la noche en Centelles debe de haber sido fría. Así, con la excusa de dar tiempo a que el equipamiento de la vía ferrata se caliente con las primeras luces del día, no planeamos volver a coincidir los tres por tercera vez hasta tres horas después del amanecer. Esto es la teoría, porque al final acabamos coincidiendo pasadas ya las diez y media. Por mi parte, con la suerte que parece caracterizarme últimamente, me he topado con uno de los pocos autobuses de línea regular –si no el único– que a diario se dirige, carretera sinuosa y estrecha mediante, desde la C-59 hacia Centelles, y más por pereza que por precaución, me he mantenido tras él durante quince kilómetros. Ellos, en cambio, también se han demorado pero por otros menesteres: los relacionados con el alquiler de un kit de vía ferrata completo, casco inclusive, en la ciudad de Vic al precio de diez euros. En todo caso, tratándose de les Baumes Corcades en época invernal, más vale tarde que pronto aunque, si se me apura, más vale pronto que nunca.

 

A los pocos minutos de estacionar el Kadett junto a unos matorrales, aparecen Juanma y Julio. El primero no espera a apearse del coche y estrecha mi mano a través de la ventanilla. Su rostro refleja una alegría sincera: la del peregrino que se reencuentra con quien un día compartió su Camino. Sin duda va a ser una bonita jornada entre amigos, con ese espíritu de hermandad entre personas que apenas han coincidido pero que tienen mucho en común. La cumbre del Puigsagordi es nuestro próximo objetivo compartido. Sabemos que para Juanma no será fácil pues va a ser su estreno en el mundo de las vías ferratas pero, aun así, esperamos pasárnoslo en grande. Si bien estamos en temporada baja, no somos los únicos que nos disponemos a afrontar las Baumes Corcades. Un grupo mixto de siete integrantes bastante cercano a la paridad –con ese número es a lo máximo que puede aspirar– ultima sus preparativos antes de ponerse en marcha. Sin necesidad de palabras, una mirada basta para que Julio comprenda que es el momento de que partamos, sobre todo si pretendemos atravesar el largo puente tibetano en el que en cualquier otra época del año a esta hora prácticamente habría que descartarlo por aquello de no venir a la montaña y acabar, paradójicamente, inmersos en una retención entre la multitud.

 

De camino al pie de la vía ferrata le señalo a Juanma el gran espolón rocoso que constituye el primer tramo. Su visión, la de una mole vertical si cabe más realzada con el azul del cielo como telón de fondo, le hace venir a la mente su miedo a las alturas. Mientras nos equipamos, lo tranquilizo –o eso intento– comentándole que yo también padezco de vértigo a las alturas, como si una desgracia compartida lo fuera menos. A todo esto nos alcanza el septeto del aparcamiento y nos rebasa; si no recuerdo mal, este es el vocablo utilizado para cuando se adelanta a otro que está en reposo, según los test teóricos del carné de conducir. Como no me parece de manual tener que esperar a que toda la tropa inicie la vía ferrata, le pregunto al que parece más avezado si, ya que ellos aún no la han iniciado, nos cede el paso. El susodicho, perteneciente al bando masculino, no parece entender como los miembros del otro bando, el de las féminas, en vez de ponerse manos a la obra, hablan acerca de quién sabe qué; en todo caso, empujado por el peso de las evidencias, nos cede el paso a regañadientes a la vez que, visiblemente disgustado, les pregunta a qué esperan para comenzar. Nosotros, por descontado, lo tenemos claro.

 

Hay quien dice que todo camino hacia un objetivo comienza con un primer paso y prosiguen con un “adelante”. Otros, más cautos, añaden que la importancia de este primer paso reside en la dirección tomada. Resulta obvio que aquí, si uno no quiere verse estrellado contra la roca, más vale que deje de lado a los del BBVA y opte por la canción del sube, sube, hacia las nubes… Cual bombero en peligro de extinción –es lo que tiene la mal llamada crisis económica–, el primer peregrino, seguido del segundo, y este por el tercero, encadena una serie de grapas dispuestas en vertical, alrededor de una treintena, lo que le recuerda a una excursión infantil a un parque de señores apagadores de incendios cercano a la escuela. Estos artificios metálicos, aún fríos, permiten que el primer peregrino, un servidor, enlace con el sendero que divide el espolón rocoso en dos partes, que no por la mitad. El segundo, más inexperto, hace lo propio seguido del tercero y fotografiado por su predecesor. Al que cierra el terceto, a su vez, le pisan los talones –que expresión más poco afortunada en esta pose, si acaso se los agarrarán– siete personas más que, al dudar, han dejado pasar su turno. Si bien esto no es el Juego de la oca, nunca se sabe dónde puede esconderse la casilla de la muerte; al buen montañero entendedor, pocas palabras le bastan. Quizá ninguna.

 

Antes de afrontar la segunda parte del espolón rocoso, nuestra mirada se fija en la mole del Matagalls, una de mis primeras cumbres, así como en el Turó de l´Home y en el Tagamanent. Alejándonos del Montseny, a lo lejos, se alza el Pirineo nevado, con montañas tan inconfundibles como remarcables entre las que destacan el Puigmal, el Bastiments y el Canigó. A mitad de camino, en La Garrotxa, divisamos el Puigsacalm, para Julio y para mí nuestro último intento fallido de ascensión –hubo que abortarla por una tormenta junto a Javier, Jordi, Cris, Félix y compañía–. Si bien todo esto es muy bonito, no es más que una excusa para descansar. Los peregrinos nos la sabemos bien. Dicen que sabe más el demonio por viejo que por demonio pero, llevar a diario una pesada mochila durante unas decenas de kilómetros, poco debe distar del infierno y al final, en especial a estas edades, uno acaba sabiendo más gracias a la cola y a los cuernos que a una supuesta ancianidad. Con tal de redimirnos, proseguimos con nuestro camino hacia el cielo. Esta segunda parte del espolón no es mucho más difícil que la primera, aunque la sensación de altura, lógicamente, se acrecenta. A estas alturas –esto es literal–, Juanma debe de estar pensando en la que lo hemos metido. “Con compañeros de viaje así, los enemigos sobran” debe de pensar.

 

Una vez superado el espolón rocoso, nos dirigimos a través de un prado y un bosquecillo hacia un kilométrico risco por el que el itinerario de la vía ferrata discurre prácticamente en horizontal. La conversación es animada, signo de que aún conservamos la mayoría de nuestras fuerzas. Por el momento Juanma no nos tiene rencor y hasta el momento se alegra de habernos vuelto a ver. Lo que sí tiene clarísimo es que no va a pasar por el puente tibetano que, “según ha visto en Youtube, se balancea mucho”. Esto, además de demostrar una comprensible precaución por parte de un novel en el mundillo ferratero, muestra también su interés al informarse aún en Madrid sobre la ruta propuesta. Le comento que tiene hasta la bifurcación para repensárselo pero, como si de la vida misma se tratase, cuando nos damos cuenta ya la tenemos ante nosotros. Dado que su convicción lo lleva al bando del BBVA –sí, el de adelante– y nosotros nos decantamos por el de sube, sube, hacia las nubes… Le paso mi cámara fotográfica para que nos inmortalice atravesando el puente tibetano.

 

El primero en afrontarlo es Julio. A pesar de que, siguiendo en su línea, el puente está algo destensado y se balancea, el de Olot no muestra precisamente dificultades en superarlo y hasta posa para Juanma de camino. No le sigo yo, como podría pensarse, sino que he decidido cederle el paso a un señor que me ha alcanzado. Vive en la cercana población de Tona y su manera de progresar por la vía ferrata es bastante peculiar: a pelo. Me refiero a que no lleva casco alguno; ni disipador; ni siquiera arnés. Ello le convierte, a mis ojos, en un funámbulo, por aquello de jugarse la vida sin red ante una posible caída, sobre un puente tibetano de entre cuarenta y cincuenta metros por el que se aleja de mí. Si bien me ha sorprendido que me haya dado caza progresando en libre, Julio se muestra más impresionado, diría que incluso algo indignado. Juanma, por su parte, desde la variante sencilla le toma algunas fotografías. Según me confesará luego, llega a creer que es algo normal el realizar las vías ferratas sin ningún tipo de medida de seguridad. Aunque cueste creerlo, haberlos, los hay: más abajo, su hijo, también a pelo, parece levitar sobre las grapas más que caminar de la velocidad que lleva. Si bien Avi Jordi me lo comentó un día, hasta que uno no lo ve se hace un poco difícil de creer.

 

Cuando el señor de Tona llega al otro extremo, me indica con un grito que espere a que deje de balancearse. Realmente se mueve mucho. Es un breve espacio de tiempo que empleo en mentalizarme y en visualizarme en la pared opuesta. Pertinentemente asegurado y con una mayor dosis de respeto y nerviosismo que de tranquilidad, comienzo a alejarme de tierra firme, bueno, de la pared, pero firme al fin y al cabo. Mi manera de proceder en este puente no es algo que haya afianzado gracias a la cola y los cuernos, sino a la experiencia, quizá un sucedáneo de la vejez a la que alude la cita. Esta consiste, por un lado, en inclinar el cuerpo hacia atrás; esto, además de ser básico, es una cuestión física pues, si se inclina hacia adelante, el puente se va a convertir en un balancín. Por otro lado, y esta vez sí se trata de un factor psicológico y más personal, fijo la mirada sobre la torre de la iglesia de Centelles. Esto me abstrae de la complicada situación y, sobre todo, evita el mirar hacia abajo o hacia lo que todavía me falta por recorrer. Tal proceder conlleva no mirar en ningún momento dónde colocar los pies, sino simplemente desplazar el derecho a ras del cable de acero, luego el izquierdo hasta tocar el derecho, y así sucesivamente. Para cuando la cosa se mueve más y la sensación de irse para abajo es mayor, uno ya se encuentra justo en la mitad, por lo que no hay retroceso posible: es lo mismo tirar hacia un lado que hacia el otro.

 

Pasado este punto álgido, como está Juanma, hago una excepción a mi ritual y poso para que me fotografíe. ¡Menudas ganas de reunirme con ellos allí abajo! Es un deseo, para mi bien, que no tarda mucho en materializarse –ojalá todos fuesen así–. Una vez reagrupados en el kilométrico risco, Juanma me hace saber que la libreta de registro que hay en el interior del buzón metálico está llena y que el bolígrafo no funciona. Le proporciono uno mío y le animo a que deje constancia de nuestro paso, aunque sea en algún rincón, así si vuelvo otro día podré recordar nuestro paso por aquí en su compañía. Nos comenta que mirará si por Madrid hay alguna vía ferrata para seguir con su nueva afición –la verdad es que no tenemos ni idea–, solo le suenan unas pocas zonas de escalada, las típicas que puedan haber llegado al oído de un madrileño no iniciado en el mundillo de lo vertical. De regreso –mental– a las Baumes Corcades, nos esperan unos cuantos centenares de metros de sencillo avance a través del risco que nos tomamos sin prisa: desde el puente tibetano he divisado, a lo lejos, un grupo de unos quince ferrateros con los que preferimos no enlazar, como dije anteriormente, por aquello de evitar las multitudes y, lo que es peor, las retenciones. La clave está en tomárselo con calma.

 

Así, despacito y con buena pisada, vamos escribiendo con notas de alegría nuestro avance por el risco. En un momento dado, los llamo al orden para que se me acerquen y, mano extendida mediante, tomarnos una fotografía con las tres cabezas en serie, la del primer peregrino –un servidor– junto a la del segundo, seguida por la del tercero, bajo un abrigo rocoso plagado de agujeros que hace honor al nombre de la vía ferrata. “Lo que el Camino de Santiago unió, que no lo separe el libre albedrío”, me digo bajo el sol del mediodía más cuerdo que loco aunque un poco de todo. Y acto seguido, los dejo atrás para ir a averiguar si el numeroso grupo que va por delante de nosotros tira para arriba por el itinerario tradicional o si, por el contrario, desciende hacia la senda que lleva hasta las variantes de l´Esperó y de la Tosquera, que es lo que a nosotros nos interesa. Ya sea por suerte, por el destino, por una alineación planetaria o por intercesión divina, el decimotercer componente del grupo y sus predecesores se han decantado por el sube, sube, hacia las nubes… lo mismo que harán sus dos últimos componentes.

 

Un pequeño tramo de descenso que incluye una grapa parcialmente oculta a la vista bajo una roca nos deja en la tranquila senda junto al risco por la que llegamos con una total ausencia de personas y ruido hasta el rincón que alberga, si no el tramo más atlético de la vía ferrata, sí el más exigente de todos: la variante de l´Esperó. Como quien no quiere la cosa –esto suena a excusa para descansar–, nos alejamos un poco de la pared para estudiar el itinerario con mayor detenimiento, por aquello de que tomar una cierta distancia de las cosas ayuda a verlas con una perspectiva más amplia. En un principio, Juanma parece animado a probarlo dado que el paso más complicado está prácticamente al principio: se trata de un extraplomo en el que se echa en falta una grapa no colocada expresamente como filtro de acceso. El primero en afrontarlo es Julio. Aunque lo ha realizado con anterioridad, tiene algunas dificultades para superarlo, lo que hace cambiar de opinión a Juanma, que opta por la sencilla variante de la Tosquera. Así, en pocos minutos nos vemos progresando por paredes enfrentadas, no del todo pero sí formando un ángulo recto. Ello nos permite tomarnos fotografías en plena faena, siendo sin duda las más espectaculares las que él nos toma a nosotros, a unas decenas de metros del suelo, en pleno risco, sin grapas para los pies durante un sostenido flanqueo y con la población de Centelles al fondo. Por si fuera poco, el cielo, consciente de nuestro esfuerzo, hace gala de un azul que las embellece. ¡Bendita dispersión de Rayleigh!

 

En lo alto del risco que durante tantos centenares de metros nos ha acompañado, nos reagrupamos no sin antes ser retratado de nuevo un servidor por la cámara de Juanma saliendo de la variante de l´Esperó en una de esas fotos en las que asoman del suelo una cabeza y la parte superior del torso con el paisaje como telón de fondo. Acto seguido, junto a un abrevadero cuya capa superficial de agua está helada, me vuelve a retratar, esta vez con una especie de cristal de grandes dimensiones formado de hielo. De la mochila de Julio, entre la confusión –esto suena a cachondeo–, aparece un gorro de Papa Noel que se coloca sobre el casco y que lo acompañará hasta la cumbre del Puigsagordi. No hay duda de que también quiere ser retratado. Así, nos volvemos a inmortalizar juntos, aunque esta vez todo apunta a una foto de recuerdo; el recuerdo de un reencuentro, concretamente el de tres peregrinos –un madrileño, un gerundense y un barcelonés– que un día el Camino de Santiago unió. Si alguien se cruzara con nosotros yendo al tercer y último tramo, el de los pasos atléticos, quizá vería reflejadas en nuestros rostros la alegría y la juventud de camino a la cumbre; quizá pensara que el mundo nos pertenece, que de nada carecemos. Sin duda no sería cierto, pero en ocasiones no hay nada como sentirse realizado. Y en ese momento, el mundo, tu mundo, es tuyo.

 

Durante la aproximación Juanma ya no anda –esto es literal– muy sobrado de fuerzas y la mera contemplación del tercer tramo, bastante corto pero con dos extraplomos atléticos, le produce dolor muscular. Nada más llegar al primero Julio se cuelga con su gorro de Papa Noel y nos pide ser retratado con su cámara. La fotografía la toma Juanma y es él quien se guarda la cámara, siendo este uno de esos detalles nimios que, inesperadamente, acaban cobrando importancia. Al madrileño, nada habituado a estas actividades, se le pone cuesta arriba –esto también es literal–. Sus brazos ya no encuentran la fuerza necesaria, diríase que la han perdido de repente cual pájara de ciclista en pleno puerto de montaña, y por mucho que quiere, no puede. En ocasiones, querer no es poder, como muchos infieren, por lo que quizá lo más apropiado sea querer cuando se puede y no dejar escapar la oportunidad. Gracias a la cinta exprés, lo ayudo desde abajo a ir ganando altitud peldaño a peldaño, estirón tras estirón, hasta que Julio me reemplaza y observo desde arriba, junto a una estructura metálica con una escalera bastante aparatosa, como Papa Noel apura sus últimos días libres antes de Navidad en esta vía ferrata.

 

Una vez superado el extraplomo, nos enfrentamos al segundo, de menor dificultad. Juanma se ha vaciado de energía y no es capaz de hacer los esfuerzos necesarios para que Julio lo haga progresar grapa a grapa con la cinta exprés. Yo, desde arriba, no tengo manera de ayudarlo pues al estar bajo el extraplomo ni siquiera los veo. Apenas quedan unos diez o quince metros de recorrido ferratero pero la opción está tomada. Si algo bueno tiene esta vía ferrata para los principiantes es la posibilidad de encontrar múltiples vías de escape y esa es precisamente mi nueva tarea: acabar de subir el tercer tramo y buscar algún sendero que me permita descender hasta su parte central. Si bien no parece muy transitada, hallo una senda que nos servirá y le indico a Juanma que me acompañe hasta la parte superior de estas paredes mientras Julio las supera por el itinerario equipado. Nada más reencontrarnos, como si nos hubiésemos echado en falta en tan corto espacio de tiempo, de nuevo nos retratamos en grupo. Quizá sea una nueva excusa para descansar, el viejo truco del peregrino sobrecargado o del montañero cuesta arriba. A Julio, con su gorro de Papa Noel, se le nota a faltar el saco con los regalos, en especial los nuestros. ¿O es que quizá nos hemos portado tan mal que nos merecemos carbón? –y este, como es sabido, ha sido recortado–. “Es la crisis”- parece decirme mi pequeño demonio en el subconsciente, alimentado por telediarios varios. “No, no es una crisis: es una estafa”- le grita mi angelito indignado.

 

Un apacible paseo es lo que uno necesita tras casi cuatro horas de actividad ferratera. Nada de grapas, ni de cable de vida, ni de escaleras o puente alguno. Simple y llanamente un sendero, un camino por el que discurrir. Diríase que el sueño se ha cumplido, que el paisaje se muestra amable y la vista se alegra con nuestros quehaceres montañeros, con nuestro caminar por las alturas. Pero hay un último obstáculo: una diminuta pared de unos tres o cuatro metros de altura con unas pocas grapas a superar. Una vez arriba, nos plantamos en lo alto del Puigsagordi (986m), un emplazamiento con grandes vistas al Pirineo, a la comarca de Osona, al Montseny y a Centelles. En este lugar nos disponemos a comer pero, nada más sentarnos, Juanma parece haber perdido la cámara de Julio: no está en su estuche. Como sabemos que se la ha prestado al inicio del tercer tramo, decidimos regresar hasta el lugar sin mayor demora. Al llegar, inspeccionamos los alrededores e imaginamos las posibles trayectorias de caída, pero la búsqueda resulta infructuosa. Mientras ellos comienzan a comer –se nos ha hecho tarde–, me dispongo a rehacer el camino seguido por Juanma hasta la cumbre. Así, supero el primer extraplomo del tercer tramo y, acto seguido, tomo la vía de escape. Ante mis ojos, entre la vegetación, encuentro una pequeña sorpresa, un regalo caído del saco de Papa Noel de forma anticipada: una cámara que pende de una ramita sujeta de su correa, sin ni siquiera haber llegado a caer al suelo. ¡Menudo alivio! Manchar el día de hoy sería demasiado cruel.

 

Por última vez en el presente año –y quién sabe si para siempre– nos volvemos a reunir. Para variar, no nos tomamos una fotografía, sino que simplemente me uno al picnic, aunque eso sí, los hago desplazarse unos metros más abajo, pues comer bajo el risco no parece el lugar más indicado en cuanto a la minimización de riesgos se refiere. Fiel a mi reputación alimenticia, de mi mochila, más que comida, lo que aparecen son olivas, patatas fritas, frutos secos y dos Fantas que compartimos, una de naranja y otra de limón, que a estas alturas –esto también es literal– se agradecen. Juanma, por su parte, bien provisto de alimentos –alguien quiere cebarlo por Navidad– pone mi bocadillo y las mandarinas. El intercambio de impresiones, como la comida, es abundante, tanto que cuando partimos lo hacemos saciados en ambos aspectos. Por delante tenemos cerca de tres cuartos de hora de descenso, un regreso al coche que esta vez es algo confuso por una nueva señalización, supongo que llevada a cabo por el dueño de la finca para conservar sus áreas de recolecta. En todo caso, el punto final es el mismo: el aparcamiento. En sus proximidades, nos acercamos hasta una circunferencia formada por cipreses en pleno bosque, un lugar si cabe peculiar en el que antaño tenían lugar los aquelarres de las brujas –por aquello de que “En Centellas, brujas todas ellas” y en el que ahora, seguramente, lo que más acontecen son los botellones. En todo caso, no deja de ser un lugar mágico –algunos dirían esotérico e incluso místico– en el que despedirse y proponerse, cuando se tercie, volver a reencontrarnos. Sería, como es sabido, un reencuentro de peregrinos: el de un primero, seguido de un segundo, y este por un tercero…

 

P.D. Te invito a visitar mi canal de Youtube Feliz Éxito aquí:  www.youtube.com/felizexito




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