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Thursday 10 de March de 2011, 19:28:44
20-02-11 : Excursión por el corazón de la Costa Brava
Tipo de Entrada: RELATO | 2985 visitas

Bajo una interminente y fina llovizna que impregna de nostalgia las amagadas calas, los altivos acantilados y los pinares de aspecto mediterráneo, recorro en compañía de mis dos hermanas y de siete compañeros más los caminos de ronda que unen la coqueta villa pesquera de Tamariu con las playas de El Castell y La Fosca, en Palamós, unos veinte kilómetros de paseo junto al mar, en buena parte siguiendo las marcas blancas y rojas del GR-92. Sin duda, un día inolvidable lleno de pequeñas cosas, de esas que le dan sentido a la vida.

 

Hacia las seis de la mañana me levanto más dormido que despierto. Resulta que ayer estuve en el Cau de Bruixes de Centelles con Alba y he llegado a casa de madrugada, ¡con lo que a mí me gusta dormir! Es el momento de ir despertando a mis hermanas, que aún se han acostado más tarde. Cuando acaban de despegarse de las sábanas, hace rato que espero en el coche, enfrente de la parada del tranvía. La ciudad aún duerme bajo una iluminación artificial que me impide ver el firmamento invernal, y diría que el coche aún se haya inmerso en el sueño de los justos que bien se ha ganado con tantos años de fiel servicio. Primero llega Eva, la mediana, y al poco aparece Ana, la más pequeña y la que con más frecuencia solía salir de excursión conmigo. Ya listos, llega el momento de dejar atrás Badalona y sus playas y poner rumbo hacia el Empordà, plagado de acogedoras calas que en esta época del año están muertas demográficamente hablando, una soledad que en verano ni se sospecha con tanto yate y turista de sol y playa.

 

Fiel a mis principios, tiramos vía N-II a través de un número de rotondas que tiende al infinito, evitando tres peajes de ida y otros tantos a la vuelta, pues suficiente imposición fiscal son los setenta céntimos de euro por litro de gasolina que pago como para además tener que efectuar seis desenbolsos más. Así, contaminando más de la cuenta y pasando por numerosos puntos negros en los que tanta gente nos ha dejado, incluido algún alcalde de la zona, recorremos el litoral por puntos tan conocidos como Mataró, en donde conocí a Alba en una discoteca hace casi diez años, Calella o Malgrat, a partir del cual se extiende la ociosa zona de Blanes, Lloret y Tossa de Mar, lugares por los que caminé hace varios años siguiendo el GR-92 hasta Playa de Aro pasando por Sant Feliu de Guíxols y que no recomiendo por su elevado grado de urbanización. Pronto pasamos por las inmediaciones de este último, con Los Carcaixells y la vía ferrata Agulles Rodones a mano derecha, de la cual sí guardo muy buenos y recientes recuerdos. De hecho, no me he encontrado con ninguna opinión negativa al respecto.

 

En Calella de Palafrugell, como no la conozco, no sé dónde se encuentra la parada de atubobuses, de manera que en vez de acudir al punto de encuentro, llamamos a Julio y le informamos de que los esperaremos directamente en Tamariu. Él ya está de camino a Palamós con María y Manel para dejar varios coches allí. Como Manel conoce bien la zona, es el organizador de la excursión, por lo que se encarga de la logística de los coches, del restaurante al que iremos a comer y será el guía en ruta, lo que a uno le permite dormirse en los laureles o, al menos, caminar con cierto grado de despreocupación, lo que siempre es bueno para la mente y para nuestro sistema cardiovascular. Además de Julio y su amiga María, y de Manel y Mari, vienen Maite, Manuel y Antonia. Como ya he comentado alguna vez, a Julio lo conocí en Roncesvalles el pasado junio, y a Maite, Manel y Mari los conocí en Zubiri. Con Manuel, en cambio, no coincidí en tierras navarras, sino que nuestros caminos se cruzaron también fortuitamente, pero en Sant Jeroni, el punto culminante del macizo de Montserrat. Estaba haciendo una foto del cielo cuando Julio y yo aparecimos de la nada, entendiéndose por nada la vía ferrata Teresina, y el olotino quedó inmortalizado sin pretenderlo el barcelonés. Cosas de la vida.

 

Tamariu, pequeño pueblo de pasado pescador, blanca joya marinera a orillas del Mediterráneo, ¡ya estamos aquí! De momento somos tres, pero pronto sumaremos una decena de invasores; pero tranquilo, nosotros no somos de aquellos que venían por mar, venimos en son de paz. A lo sumo te robaremos algo de tu esencia si es que es posible captarla a través de una simple cárama de fotos. Con tales intenciones dejamos el coche estacionado en la riera y, paraguas y cámara en mano, nos dirigimos a la playa de este encajonado pueblo, aprisionado entre los acantilados, la montaña y el mar. Dotado del aspecto blanco que le dan las fachadas de las casas, carente de altas edificaciones, contrasta sobremanera con el azul intenso del mar y el más claro del cielo. Solo hay una persona: un señor que camina con el agua hasta las rodillas, lo que le debe de ir bien para la circulación. Su paraguas abierto evidencía que de cintura para arriba no se quiere mojar y le da un toque como mínimo peculiar: no suelen abundar personajes que se bañen en la playa empuñando un paraguas. Nosotros, más cautos, nos conformamos con explorar las inmediaciones. Eva tira hacia la punta más lejana de playa y fotografía a diversas aves mientras que Ana y yo vamos hacia el camino de ronda, que avanza junto al mar y está señalizado con las marcas blancas y rojas de todo sendero de gran recorrido, en este caso el GR-92. Nos llama la atención un trampolín metálico que nace de las rocas y te permite saltar a unos cuarenta metros de la arena. Me sitúo en su extremo, cual funambulista que mantiene su equilibrio con un paraguas, y calculo en unos cuatro o cinco metros la profundidad. En esta época, hasta las medusas están ausentes.

 

Con una ligera idea de la masificación que debe de haber aquí en verano –Mari luego me lo confirmará– disfruto aún si cabe más del honor de estar en este pedazo de rincón de mundo sólo con mis dos hermanas y con el tipo que se baña con el paraguas. Como sospecho, el resto tarda bastante en llegar, de manera que vamos de aquí para allá tomando fotos y escrutando la zona, pues puede ser que sea la primera y única vez que la visitemos. Le pido a Eva que me filme un corto vídeo haciendo malabarismos con tres cantos rodados junto al romper de las tímidas olas que mueren aquí. La verdad es que, más por el entorno que por mis habilidades circenses, queda bastante bien. Mejor quedaría con cuatro, cinco o seis piedras danzando en el aire simultáneamente, pero sería como pretender tragarme el fuego o un cuchillo, es decir, algo totalmente fuera de mi alcance, y más vale conformarse con lo que se tiene para evitar frustraciones futuras. Después de intentar averiguar inútilmente qué son unas cosas incoloras, brillantes y gelatinosas de aspecto de esqueleto marino decidimos tirar para el coche, en el que esperamos ansiosos la llegada del resto, pero nada. Optamos por dar un paseo por el pueblo, que como solo son dos calles no lleva ni cinco minutos acometerlo, pero ahí está la “Ley de Murphy”, siempre presente. Si algo puede salir mal, saldrá mal. En fin, a nuestro regreso nos los encontramos bajando por la riera.

 

Reencontrarse con viejos compañeros de peregrinaje, en particular si es para llevar a cabo una nueva excursión, es de las cosas más gratas que a uno le pueden suceder, y más si en el pack vienen incluidas otras gentes de trato agradable cercanas a ellos, bien sean amigos o parejas. Debe de ser una de esas pequeñas cosas que dicen que le dan un verdadero sentido a nuestra vida, a veces tan difícil de encontrar, y que con el paso de los años nos acompaña en la memoria como recuerdo de que un día fuimos felices. Si por entonces no es así, pasa a formar parte de la nostalgia de los viejos tiempos, de la que algunos tiramos en demasía hasta el punto de tener más pasado que futuro, cuando quizá no debería ser así hasta una edad bien entrada si se tiene en cuenta la esperanza de vida que actualmente se maneja. Sea como fuere, lo cierto es que va a ser un buen día, tanto por el paisaje como por la compañía. Respecto a lo primero, el comienzo es simplemente espectacular, si uno considera como espectáculo el caminar por terreno rocoso, allí donde el Mediterráneo rompe con fuerza o sin ella, según los caprichos del viento, formando charcos entre las rocas que cada uno evita por donde puede, siendo las marcas de pintura simplemente orientativas. Si entramos en el mundo de la toponimia, debería comentarse que estas rocas, situadas entre los acantilados y el mar, reciben el nombre de Sa Perica, pero si nos decantamos por las reseñas, en todas ellas aparece un pino caído que hay que atravesar si no se quiere ir a parar a un desfiladero que cae al mar, como es el caso. Les comento que por aquí no es, y pronto Manel encuentral el célebre pino, el cual ha alcanzado la fama tras su muerte, como tantos y tantos personajes de carne y hueso. Deberían de crearle un premio de poesía que incluyera una claúsula que dijera que los poemas han de ser escritos sentado sobre su tronco, en primera línea de mar.

 

 

                                          Muchos son los que pasan por aquí,

                                          sin saber muy bien lo que buscan.

 

                                          Calor, frío, lluvia, que más da,

                                          cada día vienen más.

 

                                          Sonrisas, caras alegres.

                                          Ya están aquí.

 

                                          Uno, dos, tres, cuatro.

                                          Allá vienen más.

 

                                          Cinco, seis, siete,

                                          ¿qué querrán?

 

                                          Ocho, nueve, diez.

                                          Sí, son diez, y una perra

 

                                          Un pie tras otro, un pequeño salto.

                                          Ya me han pasado.

 

                                          ¡Hasta la próxima!

                                          ¡Sed felices!

 

 

Una vez dejado atrás el pino caído que lleva grabadas las marcas del GR, nos introducimos en un bosque por el que andamos por lo alto del acantilado, con vistas aéreas sobre el mar. Hecho a correr sobre la pinaza para tomar una foto de mis nueve compañeros y de Duna, la perra de María, en acción, caminando de manera natural, nada de falsas poses. En primer lugar avanza Manel, ayudado de un bastón. Como he comentado antes, asume las funciones de guía. Él y Mari son abuelos, mientras que el resto estamos entre la veintena y los treinta y pico, siendo mis dos hermanas las más jóvenes y por ende las más inexpertas en vicisitudes varias. Maite camina junto al guía, y del resto decir que cada uno se dedica a lo suyo. Me refiero a que al ir en un grupo tan numeroso, puedes dejarte caer a la cola para hablar con alguien, luego irte a conversar con otro, o dedicarte a contemplar el paisaje o parar a tomar alguna foto, lo que atorga una mayor libertad que un grupo reducido, al menos en ese sentido del libre albedrío. Respecto al itinerario que ha escogido nuestro guía, es la octava etapa del GR-92 pero excluyendo el tramo entre Begur y Tamariu, demasiado urbanizado, y el acceso de La Fosca al centro de Palamós, más de lo mismo.

 

Desde lo alto del acantilado bajamos a la recóndita Cala Pedrosa por un sendero bastante inclinado y algo incómodo con barandilla de madera incluida. Haciendo honor a su nombre, esta idílica cala está formada por cantos rodados, no por arena. Entre tanta roca nos situamos en fila y la cámara de Antonia, en un trípode, nos toma una foto automática en la que aparecemos oscuros, somos simples siluetas recortadas sobre el azul del mar y el nuboso cielo. Son las 10:08 y aquí, como en el resto de la ruta, no hay ni Cristo. El que planifica una excursión por esta zona ha de tener bien claro que será totalmente diferente llevarla a cabo en verano o en invierno. Es necesario sopesar que se prefiere, si la tranquilidad y el fresco o, por el contrario, el calor y el buen tiempo con un bañito incluido. En mi caso, como no me gusta la playa, y con la experiencia de abrasarme en el GR-92 entre Blanes y Playa de Aro, lo tengo bastante claro para las próximas ocasiones que puedan surgir en el futuro. Respecto a la cala, da la sensación de estar apartada de la civilización, caracaterística cada vez más valorada. Tiene un antiguo refugio de pescadores con barbacoa en el que debe de ser brutal pasar el día y la noche. Según Manel, “antes era un refugio de pescadores y ahora es un refugio de buena vida”. Yo también lo pienso, aquí seguro que se dan cita buenos vividores. Ya lo dice el refrán: a vivir que son dos días. Y podríamos añadir que casi uno de ellos lo pasamos durmiendo, por lo que nos queda uno y poco. ¿Suficiente? El tiempo dirá.

 

Siguiendo los pasos de Manel y Maite hacian el interior, en subida, comienza a lloviznar de nuevo, por lo que vuelvo a sacar el paraguas. Es algo que se va a repetir y que omitiré de aquí en adelante, dándolo por supuesto. En concreto, el ciclo es el siguiente: comienza a llover, saco el paraguas, para de llover, lo guardo, y vuelta a empezar. Manel nos avisa de que hay que subir un buen rato, hasta llegar al Far de Sant Sebastià, situado a 178m por encima del nivel del mar y, por ende, de Cala Pedrosa. Si bien la altura máxima que se alcanza en la ruta de hoy es irrisoria, el itinerario está constituido por una sucesión de subidas y bajadas, pero que no entrañan dificultad alguna. Como en el resto del GR-92, si se realiza de norte a sur, como es el caso, el sol tiende a darte de espaldas, lo que siempre es de agradecer, por lo que cuando Manel me ha preguntado antes de venir en qué sentido quería hacer la excursión, le he dicho que prefería salir de Tamariu para que no nos dé el sol de cara, cosa que me pasó al ir de Blanes a Playa de Aro en época estival y, como dicen por Galicia, “nunca mais”; ya tuve suficiente prestigio calorífico vía radiación vertido sobre mi rostro.

 

Aún con el grato recuerdo de Cala Pedrosa, en la que se me ha pasado por alto “escuchar el murmullo de los cantos rodados en retirarse la ola”, llegamos a unos campos de cultivo situados en el interior, aunque no muy lejanos al mar. Un cartel nos informa de que transitamos por el “Espacio de Interés Natural Montañas de Begur”, en el que se está realizando un programa de seguimiento y control de la flora invasora para conservar los ecosistemas. Alguna de las acciones es la retirada de “figueres de moro”, que hablando en plata son esos cactus que dan higos chumbos, es decir, las chumberas, que se encuentran a tutiplén. Podemos leer que “tú también puedes colaborar en la conservación del medio natural si no plantas ni dispersas especies invasoras, como por ejemplo el bálsamo (Carpobrotus sp.)”. Yo añadiría que la administración, por su parte, podría haber colaborado en su momento evitando el desmedido urbanismo que se ha cargado la Costa Brava casi en su totalidad. En cuanto a la Cala Pedrosa, “es un espacio de interés geológico que acoge un encinar de gran valor paisajístico alrededor del torrente que baja a la playa”. Precisamente, es el torrente por el que hemos subido nosotros. Un poste excursionista que hace compañía al inerte informador indica que de donde venimos, a diez minutos está Cala Pedrosa y a cuarenta y cinco Tamariu. En cambio, en nuestro sentido de la marcha, tenemos el faro a media hora y Llafranc a una. Es cuestión de seguir adelante.

 

De camino al faro, el de mayor plano focal de todo el litoral catalán, tenemos vistas sobre el mar y sobre las rocas que reciben su furia, a más de un centenar de metros por debajo nuestro en caída vertical. En una barandilla de madera que ayuda a superar unos escalones que suben, alguien ha escrito en rotulador “es el camino a la felicidad”, supongo que en referencia a estos caminos de ronda que eran utilizados para avistar la posible llegada de saqueadores a través del mar. El más célebre que recibieron los pobladores de estas zonas –en visita non grata– fue Barbarroja. Al cabo de un rato, una vez dejado atrás el Salto de Romaboia, de espectaculares vistas, llegamos a la capilla de Sant Baldiri y al yacimiento ibérico, en el que me quedo tomando unas fotografías mientras mis compañeros continúan hasta el cercano faro, que es el lugar que nuestro guía ha escogido para desayunar. Todo viene a formar un conjunto monumental, llamado de Sant Sebastià de la Guarda, con varios miradores, una ermita (siglo XVIII), un hotel, un restaurante, una torre de guaita (siglo XV), el camino de ronda, la capilla y el citado poblado ibérico, llamado de Sant Sebastià de la Guarda. Gracias a los plafones informativos puedo saber que aquí vivían gente de la tribu de los indigetes, que ocuparon el nordeste de Cataluña desde el siglo VI a.C. hasta el I a.C. en que la invasión romana los hizo desaparecer. Los íberos solían vivir en lo alto de las colinas, y entre sus campos se asentaron los griegos, concretamente en Emporion (L´Escala) y Rodhe (Roses). En este poblado las casas eran simples, de dos habitaciones, de las que solo quedan los cimientos pues las paredes eran de adobe y el techo estaba formado por ramas, cañas y barro. Los pavimentos se creaban con arcilla compactada y las hipotecas a cincuenta años aún no existían porque la esperanza de vida no superaba el medio siglo. Como la televisión no estaba inventada y el Facebook estaba a más de dos mil años vista, en el interior de los hogares se dedicaban a la molida del cereal, a la cocción de los alimentos, a tejer, a reposar y, aunque no lo pone, supongo que a procrear, aunque la playa les quedaba literalmente a un tiro de piedra y la velada por aquella época, sin contaminación lumínica, podía ser realmente romántica. El interior de la casa era también utilizado como despensa y como almacén de vasijas.

 

Podríamos preguntar, cual chiste sin gracia, en qué se parecen este poblado ibérico y cierta canal montserratina cercana antaño a un restaurante que servía paellas; me refiero a la canal del Pou de Glaç, cuyo nombre popular es canal del Mejillón. Pues eso, que los hallazgos de restos de moluscos y de anzuelos para pescar evidencían que los íberos se ponían hasta el culo, si bien en el cartel lo dice con otras palabras. Por otro lado, también del mar llegaban cerámica griega y productos elaborados como el vino, el aceite o los salazones procedentes de Grecia, Italia, Ibiza o el sur de Francia. Si bien uno podría pensar que, con tanto marisco y tanto vino, eran unos vividores, quizá antepasados de los que Manel dice que frecuentan la cabaña de Cala Pedrosa, un cartel pone a nuestros pensamientos en su sitio: su alimento básico era el cereal. Así, excavaban silos de cuatro o cinco metros de profundidad, y en ellos guardaban el grano aventado y cribado. Cuando un silo dejaba de ser utilizado, se convertía en el estercolero al que iba a parar todo tipo de residuos. Por entonces no estaba de moda la recogida selectiva, que por otro lado tampoco era necesaria, pues nadie se estaba cargando el planeta. Quizá eran un animal más totalmente integrado en el ecosistema.

 

A todos nos suena que la cerámica era algo importante en sus vidas. ¿Por qué? Pues me remito de nuevo al plafón: “con objetos de cerámica se conservaban los alimentos, se cocinaba, se comía…”. Las piezas halladas, miles, suelen ser pedazos. Me recuerda a una asa que me encontré en un poblado ibérico de Badalona un día que llovía, el de “Les Malesses”, que cada verano es excavado durante una campaña de tres semanas creo recordar. Un día pregunté en el museo de Montcada i Reixac, donde guardan las piezas que se encuentran, y me dijeron que había que ser estudiante de la rama o relacionado con el tema para apuntarse como voluntario, pero de todas maneras intuyo que igual un día es bonito, y otro también, pero el tercero y el cuarto ya estás hasta el gorro, teniendo en cuenta que la montaña hay que subirla a pata, y eso al final debe de acabar cansando por monótono y repetitivo, lo cual me lleva a otro pensamiento que a veces me formulo: que quizá si en vez de vivir en la ciudad y junto al mar, viviera en un pueblo y en la montaña, me gustaría menos el montañismo, por aquello de que siempre se quiere lo que no se tiene. E intuyo que no me equivoco.

 

Antes de abandonar el yacimiento ibérico, descubierto entre 1958 y 1960 y comenzado a excavar entre 1984 y 1987, leo que se han encontrado varios hornos y que se cree que los íberos conocían la metalurgia del hierro y del cobre. También pone que hasta el momento no se ha encontrado ningún templo, lo que hace pensar que gran parte de su vida religiosa tenía lugar en el ambito familiar. A todo esto, se ha puesto a llover de nuevo y el paraguas está en la mochila, que se la he pasado a mi hermana porque contiene el desayuno y no es plan de dejarla con hambre. Así que acabo de tomar las fotos de los carteles que me van a permitir escribir todo esto y hecho a correr al encuentro de mis compañeros, con los que como en un mirador junto al Far de Sant Sebastià, con vistas al resto de la etapa del GR-92. El susodicho faro, inaugurado el 1 de octubre de 1857 bajo el reinado de Isabel II, es el de mayor alcance de toda Cataluña. Las vistas que contemplo desde bajo mi paraguas mientras como comprenden Llafranc, Calella de Palafrugell, Palafrugell y Cap Roig, entre otros. Al primero, Llafranc, llegamos una vez acabado de desayunar y descendido hasta el nivel del mar a través de una carretera. Se ve que por donde iba antes el sendero del GR-92 ahora es una urbanización. Sólo cabe esperar no haber dispersado sin querer ninguna especie invasora de camino.

 

Llafranc, al igual que Tamariu, es un pueblo que se caracteriza por el aspecto blanco que le otorgan las fachadas de sus casas. Recorremos todo su paseo marítimo con la despreocupación del ocioso caminante, sin obligaciones que atender ni problemas que nos ronden la mente. Unos cincuenta metros de playa separan el mar del paseo, repleto de pinos que proporcionan una sombra que en verano debe de estar muy cotizada. Medio centenar de barquitas de pescador descansan sobre la arena, con nombres evocadores como petxina (concha) y sirena. La ausencia de gente completa el bucólico lienzo en el que un buen poeta podría escribir maravillas, aunque supongo que los genios pueden hacerlo en cualquier parte. Baste decir que a unos trescientos metros, que es la longitud de la playa y del pueblo –enclavado entre montañas–, nos encontramos con la “calle Francesc de Blanes (pescador, 1827-1904)”, lo cual me sorprende sobremanera: ni político, ni escritor, ni enchufado. ¡Un pescador en el callejero del pueblo! Comentar que a posteriori lo buscaré en internet, pero no encontraré nada al respecto. Al grupo de diez se nos une una mujer que conoce a algunos, diría que a Manuel y a Antonia, o quizá a Manel. No sé su nombre, lo que sí se es que viene en sentido contrario y que pronto nos dejará –no en el sentido trágico del término–.

 

Al otro lado del pueblo, en el camino de ronda de nuevo, Manel avisa: “¡Postal!” Y sí, es el lugar adecuado para tomar la típica foto postal del pueblo, todo blanquito, coqueto, a orillas del mar y con el Far de Sant Sebastià al otro lado, de donde venimos, y además con un velero acercándose a la bahía. Como con el trípode no aparece el mar, oculto por el bajo muro de piedra que sirve tanto para sentarse como de seguridad, le pido a un señor que nos tome una foto en grupo a los once y a la perra Duna, cuyo ADN corresponde al de un cocker spaniel, lo que le otorga, entre otras cosas, unas largas orejas y un aspecto más agraciado al de otras especies que no mencionaré –las comparaciones son odiosas–. El hombre va acompañado de su mujer e hijo y no hace la foto de muy buen gusto, o eso da a entender. Una vez retratados seguimos por el camino de ronda, que aquí es llamado Paseo Xavier Misserachs, fotógrafo, no pescador. La gente va y viene, pero tampoco son tantos. Al estar urbanizado, no tiene parangón con la salida de Tamariu, mucho más auténtica y menos “arreglada”.

 

Calella de Palafrugell, pueblo de postal, nos ve llegar pasado el mediodía. Su tamaño es mayor al de los dos anteriores, e incluso está formado por varias playas. La primera, la Platja del Canadell, no es la fotográfica, aquella que llega a casa en los folletos publicitarios de viajes de un día que por unos euros te llevan, te dan de comer con “café y gotas”, te permiten asistir a una “amena demostración” y te regalan cinco litros de aceite, una olla o un jamón y además participas en el sorteo de un “gran regalo sorpresa”. La foto que traen tales folletos es la de la siguiente playa, la de Port Bo. Tras practicar el salto de longitud sobre la arena, saco la tierra del interior de las botas y me reincorporo con mis compañeros, que pronto paran para fotografiarse bajo las arcadas del famoso Port Bo. Luego vienen varias calas más diminutas, como la Platgeta y Port Pelegrí, y el pueblo llega a su fin. Ante nosotros, decenas y decenas de escaleras que subir, pero hay una sorpresa: el último tramo no debe subirse, las marcas del GR-92 giran a la izquierda para meterse en un nuevo camino de ronda. Este camino pasa a través de pequeños túneles que perforan los acantilados, y si uno no atiende a las indicaciones blancas y rojas acaba llegando a El Golfet (golfillo), una cala sin salida cuya toponímia puede tener relación con algún golfo geográfico o de otro tipo más etnológico. Dos cosas quiero destacar, pero para ello me voy a un nuevo párrafo.

 

La primera es que media montaña se ha venido abajo, incluido el GR-92, que ahora toma un desvío a la derecha unos cien metros antes de llegar a la cala. Así, es recomendable seguir recto y no subir las escaleras a mano derecha según indican las marcas, porque en uno o dos minutos vas a parar a esta gozada de playa encajonada por altas paredes rocosas. La segunda cosa a destacar, por su peculiaridad, es que hay dos chicas y dos chicos. ¿Quizá te estés preguntando qué tiene eso de curioso? Si nunca te has encontrado a dos chicas y a un chico jugando al Twister en una recóndita y solitaria cala, mientras un cuarto los fotografía en diferentes posturas, pues la verdad es que sorprende un poco. Es el juego ese en el que se extiende sobre el suelo –aquí sobre la arena– el tablero de colores, y tienes que poner manos y pies en según que colores adoptando posiciones estrambóticas, aquí con el mar al fondo. Aprovecho para dar rienda suelta a mi faceta caprina en una roca de unos ocho o diez metros a la que trepo. Manel comenta que en verano los niños se tiran desde aquí arriba, pero a mí me parece bastante brutal. Abajo hay rocas y la profundidad tampoco es destacable, pero cosas más extrañas se han visto. Vuelvo a mirar a los del Twister.

 

Regresamos al GR-92 y subimos varios tramos de escaleras hasta una urbanización llamada El Golfet. En unas baldosas hay unas palabras de Maragall que, una vez traducidas, dicen: “Dos cosas hay que al mirarlas juntas me hacen el corazón más grande: el verde de los pinos y el azul del mar”. Sabias palabras con las que no puedo estar sino de acuerdo. Es una lástima que tal combinación la hayan cambiado por hoteles y apartamentos en primera línea de mar, pero que se le va a hacer, el daño ya está hecho. Por suerte, aún quedan sitios casi vírgenes, como el Espacio Natural Castell – Cap Roig, al que estramos una vez dejada la urbanización atrás. El área protegida abarca cuatro kilómetros de costa, 428 hectáreas terrestres y 732 hectáreas marinas y comprende playas y calas, una marisma litoral, un sistema de dunas y un conjunto forestal de encinares, pinares y alcornocales. Bajo las aguas se encuentran, entre otros, la posidonia, el coral, la gorgonia roja, el tomate de mar, el mejillón de roca, el cangrejo de roca, el mero, la morena, el caballo de mar y el delfín común. Un gran cartel te indica las tres opciones existentes. Una, la menos recomendable, es el sendero GR-92, que tira hacia el interior. La segunda es un sendero que va de cala en cala, y que me ha recomendado un gran conocedor de la zona y de Cataluña en general: Xavier (Amunt). Pero al ser un grupo numeroso y haberse hecho algo tarde, optamos por la pista que avanza entre el GR-92 y el sendero, perfectamente señalizada por varios carteles. No va por las calas, pero se van viendo algunas desde arriba. Por lo visto, el GR-92 a su paso por aquí no tiene vistas a las playas. Así, seguimos los pasos de Manel, nuestro guía, mientras me tienta aventurarme en solitario por el sendero de las calas, pero finamente desisto. Si acaso ya lo haré la próxima vez, si es que algún día regreso. Según el mapa, pasa por Cala El Crit, Cala de Cap de Planes, Cala de Roca Bona, Cala Estreta, Cala Corbs, Cala Canyers y Cala Sanià, hasta llegar a Playa Castells, a donde nos dirigimos pero por arriba de los acantilados en cuya base están todas esas calas.

 

El recorrido, a pesar de no ir a nivel del mar, guarda alguna sorpresa. En ese sentido, a la altura de una casa, veo que a algunos del grupo alguien les dice “hola” desde el otro lado de los arbustos de la valla. Me imagino que se trata de alguien que los ha pillado chafardeando el interior, pero menuda sorpresa me llevo: es un loro. O quizá sea otra especie de ave paradisíaca. Lo cierto es que es de grandes dimensiones y de un azul y rojo flamantes cual seguidor del Barça. Multitud de flores amarillas llamadas “mimosa” agrupadas en grandes árboles o arbustos le dan un aspecto alegre a estos bosques en los que parece que están sacando leña a mansalva a juzgar por la gran cantidad de pilones de leños dispersos por la zona. Cuando comienzo a echar en falta las vistas sobre el mar, ¡toma mar! Menudo despeñadero. Si bien no es el Despeñaperros de la N-IV, más vale que Duna vaya con cuidado por si acaso. Bajo una gran roca, restos de hoguera indican que estamos en un lugar brutal para vivaquear, donde desde el saco de dormir puedes ver ascender el disco solar sobre el mar en lo que tiene que ser un espectacular amanecer. Me lo anoto mentalmente por si algún día paso en ruta por aquí, aunque con la de cantidad de calas solitarias y la comodidad de su arena es como para pensárselo: al sufrido caminante se le presentan tantas opciones de reposo nocturno en esta zona si lo suyo es dormir en el hotel de las mil estrellas…

 

Otro poblado ibérico, la Roca Foradada, la playa El Castell… sí,  esto se acaba. Al llegar a tal conjunción de elementos, uno ya no sabe hacia donde apuntar con la cámara. Resulta que el sendero te lleva a un promontorio rocoso en el que se emplazaba un poblado ibérico. A mano izquierda se puede ver una roca por la que pasa el mar formando una especie de ancha cueva, llamada Roca Foradada, por la que pueden pasar embarcaciones de poco calado. En cambio, a mano derecha está la gran playa El Castell, dicen que la más grande de la Costa Brava sin urbanizar. Sentados en el suelo, Manuel les toma una foto a Manel, Mari, Maite, María, Antonia y Ana. Yo hago una foto al mismo tiempo de Manuel haciéndoles la foto, pero incluso Eva está detrás de mí retratando como yo tomo la foto de la foto que está haciendo Manuel. Es difícil de describir, pero a resultas de todo ello obtenemos tres fotos. En las tres sale el grupo, pero en una de ellas sale Manuel de espaldas tomando una foto, y en otra sale tanto él como yo de espaldas tomando sendas fotos, y todo ello sin haberlo organizado, de una manera totalmente espontánea. Con Julio me acerco al “Poblado Ibérico de Castell” y tomamos algunas fotos con los bajos muros de piedra en contraste con el mar de fondo. Los que vivían aquí aún tenían la playa más cerca.

 

Bajamos a la amplia playa El Castell y atravesamos una riera en la que tengo la mala pata de meter una pata y mojarme la bamba por la tontería de quererla saltar de un extremo a otro en vez de bordearla por donde ya no lleva agua. Pronto nos tomamos unas fotos en S´Alguer, junto a antiguas casas de pescadores, y el la “Pineda d´en Gori”, un nuevo bosque de pinos con vistas al mar. En él Antonia intenta tomarme fotografías –me muestro reacio ante su insistencia– y logra tomarme una en un banco en la que salgo mirando al suelo con aires pensativos, como en otra que me ha tomado junto al romper de las olas con la vista perdida en el horizonte. Ahora es el turno de retratar a su pareja, Manuel, en un monumento curioso que consiste en un marco oxidado a través del cual ves al otro lado de la bahía el mar y los pinos, y una inscripción viene a decir que todo ello hay que preservarlo de la vorágine urbanística. Pasamos junto a unas ruinas, las del Castell de Sant Esteve de Mar, y nos plantamos en una nueva playa, La Fosca, a las dos y media del mediodía, buena hora para ir a comer. Comentan que bien nos lo hemos ganado después de cinco horas de caminata. Aquí es donde tenemos varios coches con los que vamos a ir a un restaurante del pueblo situado junto a la autovía, llamado El Pla de Palamòs, y luego nos acercaremos hasta Tamariu para recuperar el resto de vehículos y emprender el regreso a nuestras respectivas casas, a saber: Badalona, Barcelona, Molins de Rei, Premià, Palautordera y Olot. Como curiosidad, comentar que María se queda en camiseta de manga corta, que es verde pistacho, del Madteam. Cuando me pregunta mi nick se lleva una sorpresa con la respuesta; parece que me conoce por mis escritos, pues me espeta: “¿Tú eres Zodiaco?” Eso, además de recordarme a varias situaciones parecidas en la cima del Bastiments y frente a la catedral de León en el Camino de Santiago, me hace pensar que quizá al ser los relatos una reconstrucción de la realidad vivida, y por tanto subjetivos, puede que esté convirtiendo a aquel que aparece en ellos en una especie de personaje paralelo a la persona en cuestión, pues los construyo desde mi punto de vista. De todas formas, como nunca he dejado en mal lugar a nadie, no creo que ninguna reputación –si es que alguno la tiene– se vea perjudicada. En fin, una excursión más y un día menos. Y esperemos que así sea hasta el final.

 

P.D. Te invito a visitar mi canal de Youtube Feliz Éxito aquí:  www.youtube.com/felizexito




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