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Estas en ExCuRSiONiSmO RoMáNTiCo FoReVeR Archivo de Relatos June 2011 15-05-11 : 32ª Cursa Popular Ciutat De Badalona
Sunday 5 de June de 2011, 08:17:48
15-05-11 : 32ª Cursa Popular Ciutat de Badalona
Tipo de Entrada: RELATO | 1838 visitas

Participación en la trigésimosegunda edición de la carrera popular de Badalona, conocida como la “Cursa del Dimoni” porque en estas fechas arde en la playa un enorme demonio en el marco de las fiestas de mayo. Si bien no practico el atletismo, me marco un objetivo de tiempo, pero relacionado con un propósito que me hice en su día y del que dejé constancia en mi agenda el día 11 de mayo de 2007: “Voy a la cursa de Badalona de 10km. Pienso en tardar menos de 1h y tardo 50:27. A ver si al próximo año rebajo los 50´”

 

 

Cuatro años han pasado desde mi anterior participación en la carrera que se organiza en Badalona por las fiestas de mayo. Con los tiempos que corren, en los que correr se ha puesto de moda de la mano del síndrome del quemado, del estrés, de la insatisfacción vital y de libros como De qué hablo cuando hablo de correr, no ha habido piedad para los más remolones a la hora de inscribirse: un día antes del cierre de las inscripciones se ha copado el límite de los tres mil participantes. De todas formas, se anima a la gente a participar sin dorsal ni chip, sin derecho a la camiseta ni al refresco, algo que sorprendería ver en cualquier otra prueba, donde los “freerider” son vetados y perseguidos cual delincuentes del siglo XXI. Supongo que el hecho de ser un evento gratuito ayuda a que se sea tan flexible con los que corren en negro. En fin, lo importante es participar, y en eso estamos.

 

De camino a la Rambla, punto de inicio y final de la carrera, me voy despertando tras haberme acostado de madrugada por haber acompañado a Alba a unos espectáculos de Caldes de Montbui. Anoche le comenté que si hoy no me iba bien, que ya tenía excusa; trasnochar no parece lo más adecuado de cara a afrontar una carrera, ni que sea de diez kilómetros. Conforme me acerco a la playa advierto la presencia de un mayor número de personas que visten pantalones cortos, bambas de marca y llamativas camisetas de variopintos colores, tanto de carreras tales como la de La Mercè, la San Silvestre o la de los Bomberos, como de clubes de atletismo. También las hay naranjas chillonas como la que yo porto de la última Maratón de Barcelona. Quizá alguno se piense que soy un crack o que me gusta fardar, pero al no correr nunca es la única que tengo técnica adecuada para echar a correr. Tendré que presentarme algún día a alguna que no sea la de El Corte Inglés y hacer acopio de textiles rosados, amarillentos o naranjados, todos de colores fluorescentes; en la nieve bien me podrían servir para pedir auxilio a años luz de distancia.

 

Una vez recogido el dorsal y el chip me dirijo al paseo marítimo para hacer más amena la espera. Menuda sorpresa cuando me encuentro con un profesor que tuve en la universidad. Él sí que es corredor, no hay más que echar un vistazo a su hábito. Me comenta que no me ha visto correr por la playa, de lo que deduzco que lo habitual para un corredor de Badalona es sufrir, sudar, reconfortarse y batirse a sí mismo junto al romper de las olas. Le respondo que yo no corro, y sujetándome la camiseta, me dice: “Pues llevas una maratón encima”. “Sí, pero ya está, sólo fui para probar”. Mis palabras lo dejan bastante sorprendido; creo que le extraña que llegara a la meta sin haber seguido un plan de entrenamiento serio, pero así fue. Le pregunto si sabe cuánto tiempo dura esta carrera. “Depende del ritmo que lleves. Al principio hay que subir bastante y luego es difícil recuperarse en la segunda mitad”. Aunque lo callo, pagaría por saber quién llega antes a meta: si él, preparado pero bastante mayor, o yo, carente de entreno pero pletórico de energía. Dentro de poco más de una hora se sabrá.

 

A las diez y media, bajo un sol de infarto, el alcalde da la señal de salida. El recuedo de hace cuatro años, guardado como oro en paño, es una lección de esas que te da la vida a toro pasado: nada de echar a correr como un energúmeno en la salida tras los adolescentes. En aquella ocasión setecientos metros después ya estaba parado, asfixiado y con casi nueve kilómetros por delante. Así que me lo tomo con filosofía e intento dominar a mis hormonas y al galgo que todo ser inquieto lleva dentro. ¿Lo más importante en los primeros compases? Mantenerse a flote; no tropezar y ser pisoteado por la marabunda de chiquillos y de no tan chiquillos. La verdad es que algo tiene de divertido dejarse llevar a una velocidad superior a la del paso tranquilo y sosegado del caminante; quizá sea una rémora de nuestro pasado de cazadores recolectores que precisaban de velocidad para comer y para no ser comidos.

 

El primer control de paso, reconocible por el pitido de los chips, no está ni a un kilómetro. Mi tiempo es de 3:26. Algunos despistados que corren por la acera tienen que cambiar de trayectoria e incluso retroceder un poco con tal de no pasarse de largo dicho punto del recorrido y constar como tramposos. Mi posición, la 263 de 1350 llegados, no es fruto de correr exageradamente mucho, sino de haber tomado la salida en una buena posición. Aunque sorprenda, en esta carrera no se tienen en cuenta los tiempos que tú tardas realmente, sino la diferencia de tiempo entre el momento en el que se da la salida y tu llegada. En la Maratón de Barcelona, donde tardé doce minutos en pasar bajo el arco de salida, o en la del Corte Inglés, que fueron diecisiete, no fue así, pues tu clasificación dependía de la diferencia de tiempos entre el momento en el que sales y en el que llegas, utilizándose el tiempo real del corredor de cara a conformar la clasificación. Supongo que en Badalona, como el trazado de 10km no está validado por nadie, no precisan de tanto esmero con los tiempos y se rigen como toda la vida, a saber: el que llega primero es el ganador, el que llega segundo es el segundo, y el que llega el número mil pues es el mil. Pero llegó el chip y lo cambió todo.

 

Una vez dejada atrás la Rambla el corredor se adentra en la ciudad por grandes avenidas, con el museo municipal a un lado y la oficina de Correos al otro. En ese momento ya no hay riesgo de ser arrollado: la densidad de participantes ha disminuido drásticamente. El ritmo se vuelve bastante uniforme y diríase que todos avanzamos al unísono, sin apenas adelantar o siendo adelantados. Debe de ser porque los que son más veloces ya están más adelante, mientras que los más lentos andan por atrás y claro, raro sería ateniéndose a la mecánica clásica que alguien más lento que tú llegue y te adelante, aunque según la física cuántica quizá sea posible. Varios gatos, entre ellos el de Schrödinger, ven como nuestros pasos se encaminan hacia los barrios de Lloreda y de la Salud. Corremos precisamente por donde vi pasar en 2009 el pelotón del Tour de Francia, con un escapado que luego atraparon en Barcelona a pocos kilómetros de meta. Si bien no hay tantos aficionados como entonces, nuestro pelotón es más númeroso, aunque escaso de patrocinadores, al menos remunerados –en mi camiseta aparecen La Caixa, Mizuno y el Ajuntament de Barcelona, que dicho sea de paso, logran visibilidad de gorra–. Eso sí, a nosotros nos cuesta más subir hasta la gasolinera de la BP al no llevar la carrerilla que los ciclistas sí tenían cual beneficiarios de la primera ley de Newton o principio de inercia.

 

Pasado el abastecedor de oro negro iniciamos un fuerte descenso por zonas más cercanas a donde vivo, bastante más humildes que la zona centro de la ciudad. El público, cada vez más numeroso, anima desde la acera, incluyendo algún especimen humano que se lo ha tomado en serio y que dada su efusividad y energía, si se uniera a nosotros quizás nos dejaba atrás a todos “ipso facto”. En el punto más alejado de la salida, justo cuando comenzamos a regresar, un nuevo control registra nuestros tiempos e impide que algún tramposillo se alce con un trofeo que no le corresponda. Aquí mi tiempo es de 22:17 y mi posición la 367 de un total de 1350 arribados a meta. Quedando aún más de la mitad de la carrera, esa posición puede mantenerse si me dejo llevar por la marea, mejorarse si puedo ir adelantando a algunos a base de forzar el ritmo, o irse a pique si me paso con el ritmo y me entra una pájara que me obligue a detenerme y caminar. Como siempre, el tiempo dirá.

 

Al pasar junto a mi calle mi padre me anima desde la acera. ¡Venga, ánimo! Se trata de un tramo duro porque nos dirigimos hacia el puerto deportivo con toda la solana, sin sombras, a una hora nada agradable para el desgaste físico: las once de la mañana. Al poco de dejar atrás la estación del tranvía llegamos a un avituallamiento “pirata” que se ha quedado sin agua, menuda lástima. Según he leído, no es un punto oficial, sino que lo ha puesto la asociación de vecinos del Gorg de manera altruista, por lo que me sabe mal que encima algún corredor se queje de que ya no queden botellas, que por otro lado nos irían de muerte. Así, las opciones para retardar la deshidratación pasan por correr por la acera de la sombra cuando nos adentramos en el polígono sur de la ciudad, compuesto básicamente por naves que han copado los ciudadanos de origen chino. Entre miles y millones de artículo del todo a cien llegamos al enorme puente que permite pasar por encima de las vías del tren y que te deja en el paseo marítimo. Pero en la vida nada es un regalo: uno debe ganarse la subida a pulso y luego, en su descenso, necesita echar mano de sus pastillas de freno, que en el corredor consisten en unos fuertes impactos de la planta del pie contra el asfalto que repercuten, y de qué manera, en las rodillas del deportista.

 

Psicológicamente el itinerario se vuelve dócil pues pocos rodeos faltan: básicamente se trata de seguir en línea recta junto a la playa. El problema es que no hay ninguna sombra, hace un calor de verano y la hora es malísima. Por si fuera poco, como he empleado para la primera mitad unos 24 minutos, me veo más yendo a por los 45 minutos, que a rebajar los 50, objetivo que me impuse tras la carrera de 2007 cuando era cuatro años más joven y mi edad era de un cuarto de siglo. Forzando el ritmo logro adelantar a algunos que corren, además de a unos pocos que no han sabido medir bien sus fuerzas y han caído víctimas de su propia sobreestimación. En el puerto deportivo, ¡oh, bendito lo que ven mis ojos! Agua en abundancia, enfrascada en recipientes de PET que contienen un tercio de litro del oro que todo montañero valora sobremanera. Me hago con una y, sin ánimos de perder el ritmo, bebo como puedo –y como mi respiración acelerada me permite– y el resto me lo echo sobre la cabeza y sobre mis brazos. Mis gotas se precipitan al vacío que media entre mi barbilla y el asfalto. ¡Sed felices!

 

Es el momento de acometer un nuevo cambio de vertiente teniendo como referencia el cordal de la vía del tren, pero esta vez nada de puente: un desafiante paso subterráneo de pronunciada pendiente será nuestro último escollo antes de la recta final a la Rambla. Nada más nos separa de meta un mísero kilómetro. Como no tengo la opción de hacerme una bola y echar a rodar, habilidad que sí lucía un puercoespín azul esponsorizado por la Sega, echo mano de unas zancadas largas y del dejarme llevar a espensas de la gravedad. Eso sí, una vez en el valle no queda otra que afrontar la cuesta, esta vez ejerciendo un gran trabajo para hacer acopio de energía potencial gravitatoria. A estas alturas mi cabeza no anda muy fina y comienzo a medio marearme o a sentirme menos consciente de lo normal. Mi reloj marca unos 43 minutos y estoy quedándome sin fuerzas por haber apurado al máximo mi ritmo de carrera. Los metros se suceden cada vez más lentos, el tiempo se eterniza. Ahora sí que entra en acción la física cuántica, al menos el concepto de la relatividad del tiempo. Desearía que la meta llegara ya de una vez por todas, pero mis sentidos me engañan. No es que todo venga hacia mí, soy yo el que va para allá. Y tendré que alcanzarla cueste lo que cueste.

 

Obcecado en no parar y echar al traste todo el esfuerzo de los nueve kilómetros y pico que llevo, me acerco a la Rambla con una sensación extraña: diríase que se me va a salir el corazón por la boca. Pagaría por detenerme y tomar aire, pero los objetivos vitales están por encima del dinero y no tengo suficiente riqueza para comprarme a mí mismo. La Maratón de Barcelona comparado con esto fue un paseo. Allí, a diferencia de aquí, llegué bastante fresco y para nada extenuado, aunque con la rodilla hecha trizas. El cansancio que corre por mis venas radica en el grado de esfuerzo que le he pedido al cuerpo, más aun teniendo en cuenta que ni corro ni me he entrenado para el día de hoy. Menos mal que se trata de algo puntual: esto cada día y no lllego ni a los treinta, y eso que están al caer.

 

El cronómetro pasa de los 45 minutos. Adiós sueño. Con los pies en la tierra, contemplo de nuevo mi viejo objetivo: bajar de los 50. En aquella ocasión empleé 50 minutos y 27 segundos. Esta vez, en cambio, mi reloj marca cinco minutos menos cuando me adentro entre las palmeras y el númeroso público que se ha concentrado en la Rambla. La pancarta de meta está a apenas cien metros. Poco falta para lograr aquello que me planteé hace cuatro años; la vida es eso, ir buscando motivaciones y ocupaciones entre tanto trabajo y tantas pérdidas de tiempo. Los ánimos de la gente me fortalecen, ya no estoy cansado. Ya nada puede hacerme parar, ya nada me detendrá. Pienso en tirarme al suelo en cuanto cruce la pancarta; menos mal que han puesto unas sillas. No, no me desplomo. Ahí la tengo. 46:09, posición 279. ¡Reto superado!

 

 

P.D. Se preguntará el atento lector que me he dejado algo en el tintero. ¿Qué pasó con mi antiguo profesor? Al no poder ponerlo al final para no crear un anticlímax, la respuesta viene en forma de apéndice. Su tiempo ha sido de 54:37, y su posición la 814. Por email me dirá: “Hola David. Menos mal que no corres, si no le habrías hecho la competencia a la élite!!! A ver si nos hemos en alguna otra cursa. Un abrazo.” Menuda ilusión.

 

P.D. Te invito a visitar mi canal de Youtube Feliz Éxito aquí:  www.youtube.com/felizexito




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