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Monday 13 de June de 2011, 13:13:25
20-04-11: Castrojeriz – Carrión de los Condes (44,1km)
Tipo de Entrada: RELATO | 1753 visitas

16al24-04-11 : Logroño – Burgos – León – Astorga (Camino de Santiago) A lo largo de nueve jornadas recorro unos 350km de la ruta francesa del Camino de Santiago, la más concurrida. Así, gracias a una media diaria cercana a los cuarenta kilómetros, logro plantarme durante las vacaciones de Semana Santa algo más cerca de lo previsto a la catedral de Santiago, concretamente en Astorga en vez de en León, como me sucediera en la Semana Santa del 2007. Quizá esos cincuenta kilómetros de más me permitan hacer un último tirón hasta Finisterre en un futuro, pero de momento eso queda aún muy lejos.

 

 

A las siete menos diez, cuando me levanto, María y Ludwig ya han partido. Un rato después, tras el desayuno, me toca el turno a mí. Por suerte de momento no llueve y ni siquiera ha amanecido. Conforme se sale del pueblo el peregrino ha de enfrentarse a una cuesta que ya se veía ayer a la llegada: la Cuesta de Mosterales. Su pendiente, según una señal, es del 12%. Mi ritmo es bueno porque estoy fresco y también –por qué no decirlo– porque estoy en misión de caza y captura. Algo que sabemos muy bien los que hemos visto el ciclismo por televisión es que dado un tiempo de margen que lleve un escapado respecto al pelotón, en cuanto la carretera se vuelve cuesta arriba, para ese mismo tiempo la distancia física es mucho menor. Eso mismo me sucede aquí: una vez iniciada la ascensión, comienzo a ver a la pareja de alemanes a unos cientos de metros, como si de repente les hubiera recuperado mucho terreno perdido. Mirando para atrás, en cambio, lo que veo es como la esfera solar comienza a asomar por el horizonte, en un lugar bastante cercano a la colina que hay junto al pueblo, dominada por un castillo en ruinas al cual hace cuatro años subí. Por entonces no conocí a ningún alemán por aquí.

 

Ya de día, con la linterna bien guardada, lo que me preocupa son los nubarrones negros. Camino por otra especie de altiplano, y como suele suceder, llega un momento en el que se acaba y hay que comenzar a pensar en la bajada. En esta ocasión está cementada y una nueva señal indica la pendiente, esta vez del 18%. Esto implica dos cosas: que por cada cien metros proyectados sobre el mapa perderé dieciocho de altitud, y que más vale que baje poco a poco para no cascarme las rodillas. Lo primero es inevitable, pero lo segundo es de difícil cumplimiento. ¿Por qué? Pues porque tengo delante a María y a Ludwig y es una tentación ir recortando la distancia visual que nos separa. En ese sentido, es un regalo del cielo –literalmente– que comience a llover. Ellos paran para ponerse el chubasquero y yo, recortándoles espacio a gran velocidad, me voy mojando hasta que el tema ya pasa de castaño oscuro y la obsesión se me pasa un poco. Eso sí, nada más sacar el poncho del todo a cien de la mochila, me lo coloco sobre la marcha para seguir ganando terreno.

 

Como era de esperar, acabo alcanzando a ambos caminantes, pero en vez de caminar a tres prefiero situarme unos metros por delante a mi rollo, de manera que siempre me tienen a mano pero yo no los veo y me siento más libre y tranquilo. Como me he traído una mochila del Lidl pequeña, de esas de ir al colegio, me cabe perfectamente debajo del poncho y seguro que me hace aparentar un poco jorobado, no el de Notre Dame sino el de los campos de Castilla, obra de Miguel Delibes. Con tal título para nada nobiliario, a las ocho y cuarenta cruzo el puente sobre el río Pisuerga dejando atrás las tierras burgalesas e internándome en Palencia, concretamente en Tierra de Campos. Un peregrino soriano que, a diferencia del resto, lleva una mochila de un tamaño parecido a la mía, me cuenta que está haciendo una escapada de tres días en el Camino y que hoy termina en Frómista, donde cogerá el autobús de regreso a casa. Dice que es para matar el gusanillo y que en verano vendrá dos semanas más. Se ve que ha estado en el Camino muchas veces y que ayer comió junto al Convento de San Antón en la casa de unos amigos. Como recorre los campos escuchando música, decido incluirlo en mi lista de cosas curiosas, pero no sé si anotar MP3, MP4 o MP5. No es fácil vivir en los tiempos que corren…

 

A todo esto estoy definitivamente alejado de los dos alemanes, de los cuales me he distanciado sin despedirme. Si bien mi ritmo es rápido como siempre, apostaría a que a María le están pasando factura los casi cuarenta kilómetros de ayer. Por otro lado, ambos son alemanes, están en tierras lejanas, tienen una edad pareja y se dirigen ambos a Santiago. Y sí, tampoco hace falta poner excusas: en el Camino me gusta caminar solo. En esa condición llego a Ítero de la Vega, en el que ya están bien presentes las construcciones de adobe características de esta zona. Supongo que no es una región económicamente puntera y que sus habitantes, para construirse un hogar, tomaban lo que más tenían a mano, a saber: paja y barro. Luego llegaron la burbuja inmobiliaria y las hipotecas a cuarenta años y todo petó.

 

A las diez y media atravieso Boadilla del Camino, para muchos conocido porque cuenta con un albergue con piscina por el que muchos suspiran en verano. Como continúa lloviendo, no me paro a visitar nada sino que continúo hacia el Canal de Castilla, por donde antes navegaban los barcos. Si bien no tengo prisa, debe de haber algún extraño placer que me induce a caminar siempre a tope, exactamente a seis kilómetros por hora. Podría ir a cuatro o a cinco pero no, el Canal me ve acercarme a uno coma siete metros por segundo. Hasta Frómista sólo debo seguir su orilla. Su inanimada compañía me sumerge en pensamientos que se centran básicamente en imaginarme a los barcos navegando por aquí en plena Castilla. En su tiempo fue la gran obra de ingeniería en España. Hoy, en cambio, las funciones que tiene asignadas están relacionadas con la producción de energía eléctrica, el regadío, la conservación de la biodiversidad, el abastecimiento a urbes –como Valladolid y Palencia– y el hacer compañía a senderistas y ciclistas en sus 207 kilómetros habilitados para tal fin. Los que recorro yo son tan solo unos cuantos.

 

Justo a las afueras de Frómista el peregrino se cuenta con un grupo de esclusas que van de la 17 a la 20. En ellas los barcos salvaban 14,2 metros de desnivel, el mayor de todo el Canal de Castilla. Como por entonces, a pesar de no estar de moda el ecologismo, se aprovechaba todo y no se derrochaba nada, el salto de agua también era utilizado para mover la maquinaria de dos molinos harineros y dos batanes. Quienes trabajaban en la esclusa eran los escluseros, que mediante una cadena sujeta a un torno manipulaban las compuertas para regular los niveles del agua a su antojo –el propicio para que los barcos superaran el desnivel–. Junto a tal museo al aire libre me he detenido en una mesa de piedra para escrutarme los pies y cambiarme los calcetines. Ahora mismo no llueve, si acaso chispea de una manera impercebible. Veo acercarse de nuevo al numantino; lo llamo pero no me escucha, lleva puesto el aparato de música. Le pego un grito más fuerte y logro que perciba mi presencia. En esta ocasión me cuenta que se ha detenido en el bar de Boadilla del Camino, de ahí que lo haya adelantado. Según dice, el bar era la escuela de niños, y el albergue, la de niñas. De eso debe de hacer ya un tiempo, cuando en los pueblos aún había niños.

 

En Frómista un supermercado en el que entré hace cuatro años ha quebrado. Me explica un vecino que el dueño abría para no ganar dinero y claro, al final lo ha acabado cerrando. En una máquina de venta automática adquiero dos Kit Kat al precio de uno. ¿Cómo se hace eso? Sencillo: echas un vistazo general a los productos y, si se da el caso de que alguno está a punto de caer, es que alguien ha tenido la mala fortuna de pagar y no llevarse nada y tú, con la siguiente moneda, te llevas el medio caído y el que te pertoca. Eso sí, siempre existe la posibilidad de que este segundo se quede también al borde de la caída libre hacia tu mano, en cuyo caso el 2 x 1 se esfuma sin posibilidad de reclamar. Mientras me como sus cuarenta y cinco gramos, que aportan 230.000 calorías, observo la famosa iglesia románica y converso con el de Numancia, que espera sentado a que abran el albergue en el cual le van a permitir ducharse antes de regresar a casa. De regreso al cruce varios señores mayores tienen ganas de conversación. Uno de ellos, cuya profesión obvio para no dar indicios de su identidad, me comenta que se conoce muy bien “el barrio de las putas de Barcelona”, que según él se encuentra detrás de la estación –supongo que se situaba en aquella época, hace unas décadas–. La llegada de María y de Ludweg me libra de la tanda de preguntas: quieren ir a un supermercado. Uno de los señores congregados los acompaña y yo aprovecho para dejar atrás Frómista, que aunque no me guste decirlo, no me gusta. Me recuerda a un polígono industrial.

 

A cuatro kilómetros se encuentra Población de Campos, un lugar del cual sí guardo un buen recuerdo. A diferencia del anterior, se trata de un pequeño pueblo rodeado de campos sin grandes carreteras ni tránsito de camiones. En el albergue en el que dormí hace cuatro años y cené junto a dos riojanos y una militar de no recuerdo dónde –también había dos jóvenes australianas vegetarianas–, hoy me encuentro a dos coreanas –digo esto porque casi siempre lo son– que apenas rozan los veinte años. Podrían estarse hasta el final de los tiempos esperando a que llegue alguien pues un cartel, escrito en castellano, indica que se pasen por la casa rural a sellar la credencial y pagar la estancia. Las acompaño y allí conozco a Miguel, Inma y Carmen de Amanecer en Campos, que es a la vez albergue, casa rural y hotel. Por el simple hecho de entrar a que te sellen la credencial te premian con una copa de vino, y como han abierto hace poco, me enseñan las instalaciones. Les comento que lo recomendaré en mi escrito. Como sienten curiosidad, en el ordenador de recepción ponemos mis relatos de MadTeam y les invito a que se los miren con más calma cuando puedan, cosa que me dicen que sí harán pues les gusta la montaña.

 

Junto al arcén de la carretera me dirijo al siguiente pueblo, Revenga de Campos. La conversación en Población me ha ido bien porque llovía bastante y ahora, en cambio, apenas caen cuatro gotas mal contadas. El cielo, de todas formas, continúa amenzanante, y apenas acabo de comenzar la segunda etapa teórica del día. Un pequeño pajarillo emite un sonido muy intenso; me pregunto cómo puede ser tan escandaloso tan diminuto especímenen. A la salida de Revenga me encuentro sentado en una parada de autobús a un peregrino fumándose un cigarro y bebiendo de la bota de vino. “Acabo de comer” se excusa. Una vez dejado atrás al vividor tomo rumbo a Villarmentero de Campos, al cual llego a las dos y cuarto. A su salida, me proveo de agua en la fuente de un merendero y observo con sorpresa un cartel en una casa que publicita bocadillos a tres euros y refrescos a uno. Por lo visto, aquí los de Hacienda hacen la vista gorda. Eso en Badalona sería impensable: al día siguiente te han venido del Ayuntamiento, de la Diputación, de la Generalitat, del Estado y hasta los de la Comunidad Europea y ya no te quedan suficientes bocatas ni bebidas para tanta gente.

 

De camino a Villalcázar de Sirga anoto que “he llegado a ese punto en el que los esfuerzos se multiplican para superar los kilómetros”. Desdes Frómista, el camino consiste en avanzar paralelo a la carretera, junto al arcén, en una línea recta inacabable. Por fortuna para mí, comienza a diluviar cuando me encuentro muy cerca de Villalcázar y justo cuando me cobijo en la parada del autobús comienza a caer granizo. Se trata de una de esas tormentas que aprieta muy fuerte durante quince minutos y luego se pasa, o eso quiero creer. En la parada –o quizá sea un refugio para el peregrino– no estoy solo: hay también resguardada una pareja de mediana edad. El hombre tiene unas ampollas terribles y están pidiendo a los pocos que pasamos por el lugar si tenemos una de esas tiritas que ahora comercializan para curarlas. Le comento que yo no tengo y seguimos esperando a que la tormenta pase. Pronto llega una peregrina a la que desde hace muchos kilómetros estoy viendo detrás de mí cada vez que me giro, de lo que he deducido que debe de ser alemana. Resulta que no, que es española, y me dice que menudo ritmo que llevo, que no ha logrado darme caza. Al cabo de un rato llega totalmente calado el vividor y me ofrece vino de su bota: “Rioja” puntualiza. A las tres y cuarto, los que aparecen bajo la tormenta son María y Ludweg, a los que saludo por última vez con un gesto. En vez de venir hacia aquí, tiran directamente hacia el pueblo, por lo que queda claro que van a pernoctar aquí. Como bien sospecho, no los voy a volver a ver nunca más.

 

Estoy a una hora del final de la segunda etapa que recorro hoy –seis kilómetros– y valoro qué hacer en el momento en el que la tormenta afloja. Necesito una ventana de sesenta minutos de buen tiempo para plantarme en Carrión de los Condes en unas condiciones menos deplorables de las necesarias. Me digo a mí mismo que ahora o nunca. Me coloco el sufrido poncho del todo a cien, me despido del resto que aún espera y me marcho como he llegado: mojado y cansado. La carretera deja de ser llana para subir y posteriormente bajar, eso sí, ligeramente, pero una cosa es ir en coche y otra bien diferente pateando. De todas formas, lo único que logra es hacer la marcha algo más incómoda. Calculo mi ritmo y llego cuando me toca, a las cuatro y cuarto, y diez minutos más tarde me planto ante el albergue parroquial. Su precio, cinco euros, se lo pago a un chico joven que me registra. Se trata de un hospitalero amable y sonriente que desconozco si guarda alguna relación con la orden religiosa que lleva esto. Su nombre es José Luis, y aunque es toledano, vivió una temporada en Barcelona. Viste una camiseta negra que reza “adicto al camino”.

 

Como siempre, una vez dejadas mis pertenencias sobre un colchón que pasa a pertenecerme durante una noche, me dirijo a la ducha, que en este caso son dos y por los gritos de las féminas deduzco que no de aguas muy calientes. Ambas tardan lo indecible y la irlandesa que espera conmigo comienza a hacerme gestos de que no salen. Me dice que es de “Ireland” pero yo entiendo “Holland” y vuelve a repetírmelo pero yo no acabo de entender su pronunciación. Cuando nos toca el turno compruebo que el agua está en su punto y que la irlandesa no es tan maruja como las dos anteriores. Acto seguido lavo la ropa, la cuelgo con la “intención” de que se seque y en la cocina una francesa que dice trabajar en “Pigalle, a doscientos metros de la Santa Croise” me aborda con palabras. Desde el patio se ve una construcción de adobe y, por último, comentar que los que quieren ver el encuentro entre el Barça y el Madrid se han ido a dormir a un hotel. Aquí no está permitido salir a esas horas.

 

Como se trata de un albergue de las hermanas Agustinas, en la zona de la entrada pueden leerse frases de esencia religiosa, algunas de las cuales anoto. “Yo soy el Camino, la verdad y la vida” dice una. Una especie de poema de León Felipe habla acerca de que cada hombre va a Dios por un camino diferente y virgen. En cuanto a la Comunidad de la Conversión Agustinas, el texto es más largo e interesante: “Sé peregrino siempre. Vive ligero de equipaje. No es lo más importante llegar, hay que vivir el camino. El mundo entero, todo hombre, será el Camino abierto para ti. ¡Ah, camina con sandalias de esperanza porque no se puede llegar al fin sin caminar en esperanza! Veo que estas señoras también coinciden en algo con Eduard Punset cuando mencionan que lo importante no es llegar, sino vivir el camino. El barcelonés lo formula así: “La felicidad se encuentra en la sala de espera de la felicidad”.

 

Otro sabio, uno de esos que se forman en la universidad de la vida, es Denis, que a ojos de los que pasan junto a la entrada de la iglesia debe de ser un simple vagabundo. Vive con un perro que está enfermo –es el cuarto o quinto que ha tenido– y está acompañado de una enorme mochila en la que guarda, entre otras cosas, documentos varios que atestiguan sus numerosas peregrinaciones, como el recorte de algunas noticias del periódico en las que aparece. No sabe cuánto tiempo lleva en el Camino, pero deduzco que muchos años. Es originario de Madagascar pero vivía en Francia, y de hecho me enseña la fotografía de sus dos hijos, que viven en ese país con su madre. Que uno se llame David como yo para él es motivo suficiente para sacarse de la cartera un dibujo hecho a bolígrafo en una ciudad que ahora, dos meses después –cuando escribo esto–, se me ha olvidado, y regalármelo. Eso sí, es a pie del Camino –quizá Ponferrada u O Cebreiro–. El dibujo se llama “Je defit le mal”. Me comenta que nada es importante porque mañana igual ya no estás, y muchas otras cosas durante más de media hora. Mientras, algunas señoras mayores que entran a misa le echan unas monedas. Le pregunto que por qué está aquí y me dice que a final de semana, cuando acaben las fiestas de Semana Santa, proseguirá el Camino. Él lo está haciendo a la inversa pues está regresando de Santiago. Desconozco qué factores abocan a una persona normal a llevar este tipo de vida, pero no lo veo para nada infeliz, cualidad que sí abunda entre los seres de vida prototípica. Le agradezco el regalo que me ha hecho y le pregunto si quiere algo del DIA. “Un vino” me dice. Le digo que me pida otra cosa y me espeta que el no habla con gente hipócrita –menudo dominio del castellano–. Le respondo que yo no lo soy y a la vuelta del supermercado, cuando me cruzo con él –se dirige a comprar una botella– le hago entrega de una y nos volvemos juntos a la entrada de la iglesia, donde ha dejado al perro al cargo de su mochila. Según asegura, ya tiene comida para ambos y no necesita nada más.

 

Una vez en el albergue me hago en el microondas una pizza, me como unas patatas fritas y finalmente una copa de chocolate. Hay unas peregrinas muy jóvenes –dudo que lleguen a la mayoría de edad– de acento claramente andaluz y un peregrino que ronda los dos metros de estatura originario de donde provienen la nueces y los pistachos, sólo que este es más follonero que los frutos secos. Se trata de un californiano que viaja con una guitarra menuda –supongo que un ukelele– que toca a la vez que canta. Como el repertorio parece no tener fin y el alcohol corre más por las copas de las andaluzas y del californiano que por las venas del malgache –gentilicio de Madagascar–, me alejo de este Lloret de Mar a microescala para iniciar el reposo nocturno. Los albergues religiosos ya no son lo que eran…

 

P.D. Te invito a visitar mi canal de Youtube Feliz Éxito aquí:  www.youtube.com/felizexito




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