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Estas en » ExCuRSiONiSmO RoMáNTiCo FoReVeR » Archivo de Relatos » May 2012 » 29-04-12 : Subida A Sant Sadurní De Gallifa
Wednesday 2 de May de 2012, 16:36:46
29-04-12 : Subida a Sant Sadurní de Gallifa
Tipo de Entrada: RELATO | 3329 visitas

Excursión circular desde Sant Feliu de Codines de unos veinte kilómetros de recorrido y seis horas y media de duración que transcurre por parajes bastante tranquilos y solitarios salpicados de multitud de florecillas que recuerdan que la primavera ha llegado y alegran el devenir de la marcha.

 

 

 

Son las ocho y cuarto cuando parto de la plaza Josep Umbert Ventura, el centro neurálgico de Sant Feliu de Codines. Aquí se inició también, ayer, la “2º marcha por el fin de la experimentación animal”, convocada por las entidades Igualdad Animal y Equanimal y a la cual me uní. Acompañados por algún medio de comunicación –como la Televisió de Catalunya, que nos dio visibilidad a través de su telediario–, caminamos varios centenares de personas unidas a la causa por las calles del pueblo con multitud de pancartas contra la vivisección animal y por una ciencia con conciencia. Desde aquí nos dirigimos hasta el vivero de Isoquimen, situado a tres kilómetros del pueblo junto a la carretera que lleva al Espacio Natural de Sant Miquel del Fai. En sus instalaciones son criados perros que llevan un trágico destino escrito por su lugar de nacimiento: los laboratorios de experimentación animal. En ellos los animales son inoculados con importantes enfermedades, expuestos a radiaciones dañinas, envenedados con sustancias tóxicas, mutilados, disparados, quemados, electrocutados; una barbarie que los hace agonizar y que basada en el especismo y en una ciencia sin conciencia, promueve un avance a cualquier precio que una sociedad no debe permitir en nombre del progreso a costa de perros, gatos, conejos, cerdos, hurones, cobayas, primates y similares que sufren una tortura inhumana de paradójico origen humano.

 

Hoy mis pasos se dirigen precisamente en dirección contraria, por lo que estrictamente hablando habría que referirse a la misma dirección pero en sentido contrario. El oeste me llama, pero no en forma de material aúreo, sino como una majestuosa montaña provista de una franja de verticales paredes, los Cingles de Gallifa. Sin oponer resistencia a tal atracción, abandono la plaza por la tranquila carretera BP-1241, que se dirige a Gallifa y a Sant Llorenç Savall. Sé que habrá otras formas de acceder hasta Sant Sadurní, pero en la guía de Editorial Alpina que acompaña al mapa aparece una ruta, la cuarta, que permite acceder hasta la citada ermita partiendo desde el punto kilométrico 12,4 de la carretera, así que opto por lo seguro. Me digo a mí mismo que no hace falta tomar el coche hasta allí, pues no dejan de ser un par de horas andando y hoy el día está bueno, pero me llevo una sorpresa: al salir del pueblo me topo con el punto kilométrico 16. Así, la numeración no comienza desde aquí, sino que lo hace en Sant Llorenç Savall, por lo que deben ser solo cuatro kilómetros de avance por la carretera. Más a mi favor para dejar el coche tranquilo en el pueblo.

 

Unas primeras curvas en terreno ascendente me permiten observar, a mano izquierda, el Turó de Solanes (705m) y una montaña con forma de ola que algún día me gustaría coronar. Pronto aparece también el cementerio, que parece que alberga una iglesia en su interior. El cielo está absolutamente azul, impoluto, carente de nube alguna. Esta noche ha estado lloviendo intensamente y la atmosfera ha quedado bastante limpia, de ahí que me haya animado a ascender a Sant Sadurní y disfrutar de las excelentes vistas que imagino que desde allí arriba debe haber. No es nada desdeñable este aspecto, pues por lo visto, desde que el nuevo gobierno catalán elevó los límites de velocidad en el área metropolitana, se ha elevado el uso de vehículos antiguos contaminantes y los niveles de polución del aire se han disparado –nótese que esto último parece guardar más relación con lo primero que con lo segundo–. Así, debe procurarse escoger un buen día no solo para contemplar el cielo, sino para ascender a una montaña y no verse desprovisto de vistas más allá del “smog” reinante en la zona.

 

Tras la subida aparece un desvío a la zona deportiva de Solanes. A través de él, según está indicado, se accede a Sant Sadurní en trece kilómetros, pero lo ignoro y continúo hacia el punto kilométrico 12,4. Sobre una señal de tráfico coloco la cámara y me retrato con la montaña al fondo; la ermita, amagada por el bosque, se intuye en lo alto, pero quizá tan solo sea fruto de mis ganas de verla. Pronto aparece un nuevo desvío. Esta vez es el GR-5 y entre otros, lleva al castillo de Gallifa, a Montserrat y a Sitges, situados a 5km, 52km y 114km respectivamente. En un tercer desvío vuelve a aparecer mencionado Sant Sadurní, esta vez situado a diez kilómetros, pero tampoco le hago caso.

 

Fiel a mi propósito de alcanzar el punto kilométrico 12,4, continúo caminando por la carretera viendo sitios nuevos, cosa que me haría sentir en el Camino de Santiago si no fuera por lo liviano de la mochila, una de esas de tela que no ocupan nada una vez vacía y que apenas lleva algo de agua, unas galletas, una naranja –me estoy haciendo viejo–, mi documento de identidad, un billete de veinte euros y mi sombrero, que lo reservo para cuando el sol apriete más. A media distancia, una montaña rocosa me intenta encandilar pero tampoco logra apartarme de mi propósito. Se trata del Montcau, en el Parque Natural de Sant Llorenç de Munt i Serra de l´Obac. Cada vez que lo veo me acuerdo de un libro que escribió Enric Soler i Raspall, Un estiu de guaita, que junto a El centinela de piedra de Álvaro Osés fue un acicate para escribir yo también un libro que girase en torno a la montaña, en este caso La ruta de las estrellas, pues acabé uniéndola con otra afición afín: el Camino de Santiago.

 

Más cerca, en el margen de la carretera, multitud de flores amarillas y rojas –estas últimas amapolas– alegran la vista al caminante como queríendole premiar por no pasar junto a ellas a gran velocidad al volante de algún artilugio mecánico. Entre estos, los provistos de motor no abundan, ganando por multitud las bicicletas, sobre todo las provenientes de Sant Llorenç Savall y con destino a Sant Feliu de Codines. Desconozco el porqué de ese predominio; quizá en el pueblo del que he partido los bares reconfortan al cansado ciclista de mejor manera o si cabe a menor precio. Respecto a los pajarillos que me agasajan con sus cantos, poco puedo decir, pues sigo siendo y seré un negado en temas de flora y de fauna por mucho que me duela. Me gustaría ser un experto o como mínimo poder distinguirlos, pero nada hay que hacer y será mejor centrarse en otras cosas, como el descubrimiento de nuevos parajes mapa en mano. Acostumbrado a soler realizar siempre los mismos recorridos, afrontar por primera vez una ascensión siempre tiene algo que alimenta la ilusión infantil que todo adulto desilusionado sigue albergando.

 

En cuanto a actividades económicas, a un lado aparece una reserva de trufas, y al otro, un cartel de en venta –o se intenta vender– que publicita un terreno de quince mil metros cuadrados provisto de un pozo y de una casa de madera de quince metros cuadrados. Por lo visto, también estaba en alquiler, pero parece que se lo han repensado y han decidido tachar la palabra “alquiler”. Más arriba, surcando el cielo, los cables eléctricos se extienden desde una torre de alta tensión hasta la vecina, impidiendo con su presencia que tome una buena foto de la montaña que pretendo acometer hoy sin que aparezca atravesada por el preciado cobre recubierto de goma. Intento relacionar su presencia con la ausencia de pajarillos –algunos estudios lo han demostrado con las antenas de telefonía móvil y los gorriones–, pero la verdad es que continúo escuchándolos piar sin cesar, así que a priori su número no se ve mermado por ello. Yo, por si acaso, acelero el ritmo: su zumbido no es nada halagüeño.

 

A las 9:18 alcanzo el punto kilométrico trece. Me sitúo, por tanto, a seiscientos metros del inicio de la ruta 4 de la guía “Cingles de Bertí” de Editorial Alpina. No dispongo de podómetro, ni de GPS, ni de artilugios que me posicionen. Sí dispongo, en cambio, de información proveniente de la experiencia –mi ritmo de marcha es de 6km/h– y de un reloj. Es fácil de deducir, pues, que dentro de seis minutos tendré que tomar un desvío a la derecha si no quiero pasarme de largo y aparecer en el pueblo de Gallifa. De cumplir, en cambio, no es nada fácil. Es la diferencia entre la teoría y la práctica. En ese sentido, al pasar junto a una casa provista de un bonito huerto, no puedo estarme de parar a tomar unas fotos de sus árboles frutales y de la huerta –como dije antes, soy un negado en temas botánicos, así que no habrá referencia alguna a lo aquí plantado–. La tierra es de un rojizo intenso que contrasta con el verde vegetal y con el azul celeste; ¡menudas fotos¡ Eso sí, el tiempo corre y me quedo sin la mencionada referencia temporal.

 

Llegado al ya célebre punto kilométrico 12,4 –nunca un inicio de recorrido había sido tan esperado–, tomo la pista forestal a una masía llamada La Roca. No apostaría a que puedan estacionarse en el lugar más de unos escasos tres o cuatro coches; de ahí que Editorial Alpina se refiera a un “pequeño espacio para aparcar” en la guía que acompaña al mapa. Ambos, una hoja de papel, un bolígrafo y la cámara de fotos es todo lo que llevo encima, además de la ya citada mochila de tela. Todo ello habla del futuro: para acordarme en forma visual, para revivirlo en versión escrita, para no perderme dentro de un rato… Respecto al presente, hecho mano a uno de los dos pequeños paquetes de galletas que porto, pues el hambre empieza a apretar. El alimento sólido va seguido de la preceptiva agua, que raciono pues he venido más bien ligero de peso. En esas estoy cuando llego a la altura de un puente junto al que hay un horno de cal. Se trata de un agujero en una pared de tierra en el que me introduzco. En él se encuentra la base de un árbol que supongo que habrá aparecido a posteriori.

 

Desde este punto, para acceder a Sant Sadurní hay que seguir por primera vez unas marcas de pintura, en concreto las blancas y amarillas del sendero llamado Ronda Codinenca. En un primer lugar el sendero parece una trialera y remonta el valle. Pronto atravieso el torrente a través de un atajo con intención de evitar la trialera; como anoche llovió, está todo embarrado. Más mojado que seco –decir que la vegetación está húmeda es quedarse corto–, comienzo una subida más fuerte que ligera a un ritmo más moderado que veloz para llegar a un destino más cierto que incierto –o eso espero–. Un manto verde me envuelve en mi avance y me limita sobre manera mi espacio vital. A pesar de ser un día soleado, aquí dentro parece ser casi de noche, menuda exageración. Por un lado, me encuentro en una ladera a la sombra, y por otro, la densa vegetación aún hace el lugar más sombrío. Ni decir tiene que aquí no hay ni Cristo, y puedo avanzar también que durante las seis horas y media de excursión no voy a coincidir con ningún excursionista a pie.

 

Siguen pasando los minutos mientras continúo ganando altura zigzagueando por la espesura del bosque cada vez más alejado del pueblo e ignorando a propósito que luego tendré que regresar. Mi pensamiento se centra en llegar hasta lo más alto de la montaña, y parece que esta segunda excursión del año se me comienza a atravesar, en especial a mi rodilla derecha, que desde el veinticinco de marzo anda molesta conmigo por haberla llevado a la Maratón de Barcelona. Desconozco cómo se debe subir tanto para alcanzar una cota de 941m; supongo que será cosa mía y de la relatividad del tiempo. Con el sonido de varias motos de trial sonando en el valle, me cruzo con una lombriz que reposa en el centro del sendero, que viene a ser una trialera. La paso de largo pero al poco mi conciencia me hace retroceder para apartarla del camino por si viene alguna moto. La cojo con una ramita de la que cuelga, cual Frank de la Jungla desprovisto de vocablos malsonantes; menuda pinta debo de tener.

 

Sin dejar a un lado mi aspecto físico, en la parte alta de la montaña procedo a un cambio de indumentaria. Sin dorsal aparente, se retira la braga del cuello, y en su lugar salta al terreno de aventura el sombrero, que responde a la inscripción de Adele y el misterio de la momia. El fresco es ya inexistente y ha llegado la hora de protegerse del sol. Sí, la espesura ha quedado atrás. Ahora, en el Collet de Sant Sadurní (854m), observo los postes indicadores. Se trata de un cruce de pistas forestales desde el que se puede acceder a Sant Sadurní a través de una de ellas –un kilómetro, indica– o mediante un sendero que sube más directo –cuatrocientos metros–. Para ambas opciones, apuntan 290m de desnivel, lo cual es totalmente erróneo. En los dos plafones metálicos habría que tachar el “2” y dejarlo en “90m”, desde los 851m hasta los 941m. Está claro que en seis minutos no soy capaz de superar semejante desnivel ni por asomo, y dudo que alguien pueda.

 

Tras el citado tiempo de recorrido por el sendero, accedo a la ermita románica de Sant Sadurní, que data del siglo XI. Son las 10:50, por lo que he empleado poco más de dos horas y media en llegar desde Sant Feliu de Codines. Al borde del alto del desfiladero, con el vacío bajo mis pies –para ello hay que alejarse de la ermita, rodeada por árboles que impiden disfrutar del panorama–, observo el pueblo, con la Plana del Vallès y la Serralada Litoral al fondo. También son visibles el Matagalls, el Turó de l´Home y Les Agudes, situados en el macizo del Montseny, y el mar. La nitidez de la atmosfera permite distinguir las dos torres Mapfre y la torre Agbar, edificios de Barcelona situados a unas decenas de kilómetros. Desde otra repisa rocosa, en cambio, se muestra en todo su explendor, y relativamente cercano, el Parque Natural de Sant Llorenç de Munt i Serra de l´Obac. Destacan La Mola y el Montcau. Abajo, junto a la base de la montaña, se halla el castillo de Gallifa y la carretera por la que he venido. El Turó de Solanes pierde prominencia visto desde aquí arriba en favor del Pic del Vent, que parece superarle en altura.

 

La única persona presente en la zona es un ciclista proveniente de Castellterçol, el siguiente pueblo desde Sant Feliu de Codines siguiendo la carretera general C-59. Me explica las alternativas que tengo para regresar al pueblo y me cuenta que los de Sant Feliu llaman a los de Castellterçol “gent de muntanya” (gente de montaña) y que allí hace más frío. Le comento que no se preocupe, que con el mapa, con comida y con tiempo por delante ya llegaré. Plantea la posibilidad de que me dirija a su pueblo y tome allí un autobús, pero prefiero seguir la máxima de Avi Jordi y completar una ruta circular, para así no denotar –palabras textuales suyas– “una falta de recursos montañeros”, cosa que intento cumplir siempre que es viable. En ese sentido, no regreso al pequeño collado a través del sendero, sino por la pista forestal, para no repetirme. Una vez en el citado cruce de caminos, observo las señales: Collet de Matafaluga, a 1,7km, Collet de les Termes, a 4km, Golf, a 7km, Sant Feliu de Codines, a 18km. En esa dirección, pues, me dirijo.

 

A decir verdad, es cierto que camino en plena naturaleza, que gozo de una soledad inaudita, que respiro aire poco contaminado, y bla bla bla, pero el objetivo del día ya está cumplido; la ascensión ya está hecha, y caminar por una pista forestal puede volverse algo monótono y los kilómetros van pesando en el cuerpo, en especial en mi sufrida rodilla derecha. Hablando en plata: cuanto antes llegue a casa mejor. Lástima que el regreso, por aquello de no repetirme, tenga que realizarlo dando tanta vuelta. Siguiendo las marcas blancas y amarillas de la ya mencionada anteriormente Ruta Codinenca, accedo al Collet de Matafaluga. Me encuentro ni más ni menos que en la mismísima Matagalls-Montserrat. Desviándome expresamente unos cien metros hacia Castellterçol, que ya solo dista cuatro kilómetros de mi posición en medio de la nada –o eso me parece al no conocer la zona y verlo todo igual–, me planto en la ermita románica de Sant Julià d´Uixols, que aparece en la ruta 3 de la guía que porto. Por el mismo precio, visito dos lugares; buena idea.

 

Enlazando con el inicio del párrafo anterior, he de confesar que esta ermita me parece más bella que la anterior. Son bastante diferentes entre sí, pero Sant Julià tiene la ventaja de que se puede acceder al interior de una de sus estancias –debe de ser increíble ver llover desde aquí dentro– y está situada junto a un prado y escoltada por un enorme árbol que compite en altura con su hueco campanario. No me entretengo mucho, pues el cielo comienza a ser poco a poco invadido por amenzantes nubarrones grises, así que regreso al Collet de Matafaluga y me dirijo hacia el Collet de les Termes. Para ello, debo deshacer de día lo que un día recorrí de madrugada con la luz del frontal compitiendo con las Pléyades y otros cúmulos estelares. Así, además de las marcas blancas y amarillas de la Ronda Codinenca, estás las rojas y verdes de la Matagalls-Montserrat y, por si fueran poco, las rojas y blancas del GR-177. Como parece poco probable perderse, me distraigo en mis pensamientos, que básicamente se centran en las molestias de mi estimada rodilla derecha. ¡Maldita maratón!

 

Al llegar al Collet de les Termes me despido de la Matagalls-Montserrat –quién sabe si para siempre– y tomo dirección al Collet de Berenguer. Atrás quedan la Mm y el GR-177, pero no la Ronda Codinenca, que no abandonaré hasta mi destino. Su citada señalización blanca y amarilla me lleva a otro “collet” (colladito), esta vez el Collet dels Aubanells. Pronto paso junto al Serrat de la Galalieta, en el que antiguamente había un poblado ibérico, pero creo que fue completamente expoliado. Aún tengo fuerzas para intentarlo localizar pero como creo que ya no existe, desisto pronto al llegar a una gran torre de alta tensión. El cartel de “peligro de muerte” no congenia muy bien con los nubarrones grises y mi presencia en la zona. No mucho después alcanzo los alrededores del campo de golf de Can Bosch y posteriormente llego a una bifurcación de la Ronda Codinenca. Hacia un lado, marca Sant Feliu a diez kilómetros, y siguiendo recto, en cambio, a solo dos. Sin dudarlo ni un momento –creo que he batido mi propio récord de velocidad del proceso estímulo-respuesta – continúo sin modificar mi rumbo y chino chano llego hasta la Creu del Terme (cruz del término), situada en lo alto del pueblo. Al atravesarlo, una tranquilidad absoluta lo envuelve. No se escuchan más que pájaros y algún perro. Son las 14:35 y la gente debe de estar o bien comiendo o bien de puente. Yo, en cambio, llevo ya seis horas y media de camino y ya va siendo hora de retirarse. ¡Hasta la próxima, Sant Sadurní!

 

P.D. Te invito a visitar mi canal de Youtube Feliz Éxito aquí:  www.youtube.com/felizexito




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