Excursión circular con inicio y final en Riells del Fai en compañÃa de Alba, Julio y Pau, en la que ascendemos a lo alto del Puiggraciós (808m), un mirador del Vallès y del Montseny, y proseguimos hasta el Grau Mercader, camino utilizado antaño por los habitantes de la zona alta de los Cingles de Bertà para bajar hasta el mercado de Granollers y que nos permite adentrarnos en un mundo inhóspito en el que disfrutar de la naturaleza lejos de nuestros semejantes, congregados allá abajo, en las urbes.
Quizá por haber roto mi buen propósito para 2013 de realizar al menos una excursión al mes y como forma de redimirme, llegado el primer día de junio organizo una excursión por la tranquila y agradable zona de los Cingles de Bertí a la que, dejando a un lado las bajas de última hora de Manuel, Maite y Albert, acabamos asistiendo Alba, Julio, Pau y un servidor. Como Julio viene expresamente desde Olot y la zona no es que sea precisamente un terreno propicio para llevar a cabo grandes aventuras, he diseñado una ruta bastante larga, para unas siete u ocho horas al ritmo tranquilo que nos caracteriza –y más en presencia de Alba– en la que he intentado incluir algunos lugares interesantes. Así pues, avisados están de que lo que hoy les ofrezco no es nada más que un día de pasear tranquilo en plena naturaleza –los Cingles de Bertí son muy poco frecuentados–.
A las nueve y media partimos de la iglesia de Sant Vicenç de Riells, en el pequeño centro histórico de Riells del Fai, un pueblecito asentado en la base de los riscos perteneciente al municipio de Bigues i Riells y cercano al conocido espacio natural de Sant Miquel del Fai. Lo primero que queremos hacer es rodear gran parte de los Cingles de Bertí, concretamente hasta el Coll de Can Tripeta, un collado que separa la zona en la que estamos, La Vall del Tenes, del valle vecino, La Vall del Congost, tras la que se elevan los tres macizos del Montseny: el de Tagamanent-Pla de la Calma, el Matagalls y el de Agudes-Turó de l´Home. Para ello hemos abandonado la iglesia a través de la Camí de Can Quintanes y poco después hemos tomado la calle Serrat d´en Guerri. Lo más sencillo, sin duda, es ir siguiendo las marcas de pintura verde con las que la UEC de la Vall del Tenes tiene señalizada una ruta que lleva en un primer momento hasta el Coll de Can Tripeta, precisamente el lugar al que nos dirigimos. Como ayuda, he tomado prestado en la biblioteca precisamente el libro que la entidad excursionista publicó hacia el año 2002, Itineraris pels Cingles del Bertí des de Riells del Fai, en el que describen siete rutas por la zona que ellos mismos señalizaron, entre otros motivos, para “dar a conocer el territorio que conforman los pueblos de nuestro valle, el paisaje, la arquitectura y la historia”, como puede leerse en su introducción.
Como es un pueblo tan pequeño, en cuanto nos damos cuenta ya estamos caminando entre campos de olivos. Pau, que se ha formado en la conducción de actividades en el medio natural y muestra un gran interés por la naturaleza, nos habla sobre algunas plantas que nos vamos encontrando, aunque le advierto que yo todas las veo iguales. Sus veinticuatro años lo convierten en el más joven del grupo y quizá por ello es el que se muestra más inquieto y el que conserva un mayor grado de inocencia. Lo conocí hace unos años en una excursión por la Serra de Marina –también es de Badalona– y hoy es el segundo día que coincidimos, aunque ante su llamada para que nos acerquemos a ver una cosa, me pregunto si he hecho bien en volver a contactar con él. “Es una caca de zorro” –dictamina. Para Julio, lo de ir a ver un excremento tampoco es lo suyo, aunque a Alba le va más el tema, pues no hace mucho estuvo en un taller de reconocimiento de rastros de animales en Collserola en el que le enseñaron que ir por la montaña a la caza de plumas, pisadas y zurullos engancha, que si uno empieza no puede parar.
A mí, en cambio, me va más mirar hacia arriba, concretamente hacia las montañas. Aquí no hay muchas pero sí una de aspecto imponente y que hace un año tuve el placer de coronar: el Turó de les Onze Hores (667m). Como el resto de los Cingles de Bertí, está compuesto por dos materiales claramente diferenciados. La parte inferior, de color rojo, nos contaron en su día a Alba y a mí que está formada por materiales que estuvieron expuestos al aire, por lo que se oxidaron y adquirieron esa coloración que recuerda al Cañón del Colorado. Se supone que son conglomerados del Paleoceno. Sobre estos se asientan unos materiales de color blanco de origen marino, concretamente calcáreas del Eoceno, que además de no haber sido oxidadas por el oxígeno del aire, cuentan con un gran aliciente: la presencia de fósiles marinos. La cuestión es que le comento a Pau que, según nos dijeron, aquí abajo no podemos encontrar fósiles mientras que más arriba sí, cosa que parece no convencerle. Como pasó antes con las cacas, Julio camina ajeno a la búsqueda de piedras con formas sospechosas, pero no así el resto. El primero en dar a la diana es Pau, que encuentra una concha. Al poco encontramos alguna concha más y una caracola. ¿No se suponía que aquí no hay fósiles? Demostrado que sí, dejamos estar el tema y nos dirigimos con más convicción hacia el Collado de Can Tripeta, pues a este paso, Julio va a tener que echar mano de su frontal. Desde que en dos ocasiones conmigo se le ha echado la noche encima sin él, no hay excursión a la que no se lo traiga, por tranquila que se la venda.
El collado, situado a unos 700m de altitud según el mapa de Editorial Alpina –bueno, los mapas, pues me he traído tanto el de Cingles de Bertí como el de El Farell i el seu entorn–, nos queda siempre enfrente, hacia el lugar al que nos dirigimos, con los imponentes Cingles de Bertí a nuestra izquierda y unos bosques, la llanura del Vallès y la ciudad de Barcelona ya a lo lejos a mano derecha. A nuestras espaldas, en cambio, tenemos el pueblo del que hemos partido, así como Sant Feliu de Codines y los Cingles de Gallifa, encima de los cuales asoman tanto La Mola como el Montcau, en el Parc Natural de Sant Llorenç de Munt i Serra de l´Obac. El sentido de la vista, por lo tanto, lo tenemos entretenido. Algo que llama la atención, por cierto, es una furgoneta oxidada que alberga un cargamento de tochanas, que contrasta con la parte baja de los desfiladeros. Otro sentido que no queremos descuidar es el del gusto, estrechamente unido a uno de los siete pecados capitales: la gula. Mi pecaminosa mochila de nueve kilos comienza a vaciarse en una parada técnica que hacemos en la subida al collado: es la hora de desayunar. Comienzan a verse, pues, un bocadillo por aquí, unos frutos secos por allá, unas palmeras muy ricas, aros de maíz o Coca Cola, entre otros. Calorías a saco.
Una vez reiniciada la marcha no tardamos en llegar al Coll de Can Tripeta. Pau queda estupefacto ante la aparición repentina del Montseny. No se imaginaba que estuviéramos tan cerca de él. Según me cuenta, ha llegado a ascender al Turó de l´Home desde Sant Celoni en excursiones de varios días y quiere hacer lo propio con el Matagalls desde otra urbe sin necesidad de vehículo alguno. Como el Puiggraciós se encuentra bastante cerca –estamos en el ancho collado que lo separa de los Cingles de Bertí– y es una montaña que no he subido nunca, propongo que nos desviemos para coronarlo mientras Alba nos espera con mi pesada mochila. Iso facto, me convierto en el de paso más ligero –ellos no han querido desprenderse de sus bártulos– y encabezo el terceto mapa en mano. Como la pista que se dirige al Santuari de Puiggraciós da algo de vuelta, hacemos atajo sin pasar por el monasterio para encaminarnos directamente hacia lo alto de la montaña (808m), que según ambos mapas parece no tener nombre. De todas formas, diría que la gente también la llama Puiggraciós, al menos yo lo hago así. Para una que tiene un nombre gracioso tampoco es cuestión de arrebatárselo, ¿no?
Junto a los restos de un poblado íbero y a una alta torre de vigilancia para la detección de incendios forestales observamos el dilatado paisaje que se nos abre en 360º. Podemos contemplar desde el mar y la ciudad de Barcelona hasta los nevados Pirineos, pasando por la Serralada Litoral, el citado Montseny –con el Tagamanent bastante próximo–, el también nombrado Parc Natural de Sant Llorenç de Munt e incontables núcleos de población, como Granollers o Sabadell e incluso un circuito de Fórmula 1, el de Montmeló. Lo que más llama la atención, no obstante, es focalizar la mirada hacia los Cingles de Bertí, situados no a un tiro de piedra, pero casi. En la roca del kilométrico risco se aprecia perfectamente el Grau Mercader, una pista que se abre paso por el barranco para acceder hasta la zona alta de los Cingles, tan solo visitada por algún excursionista o algún ciclista. Sin deshacer el camino de venida, sino tomando un sendero que baja directamente bajo una línea de alta tensión, alcanzamos en poco tiempo la posición de Alba y nos dirigimos, ahora sí, hacia el citado “grau”, término que hace referencia a los pasos que permiten subir o bajar a través de los riscos, cual vías de comunicación entre el mundo rural y la vida urbana.
Como el día acompaña –demasiado quizá, a tenor del calor que hace–, se agradece el hecho de caminar inmerso en una gran calma, con buenas vistas y en pleno barranco a través de una pista arenosa que parece haber surgido como por arte de magia en este paraje rocoso. Al llegar a arriba, nos sentamos a la sombra de unos árboles y nos trincamos la horchata de un litro que ayer compré para la ocasión en el Mercadona. Aún está fresca y la verdad es que se agradece darse un capricho así en un lugar tan apartado de las grandes superficies comerciales. Julio comenta que hacía años que no bebía, mientras que Pau empieza a hacerse una idea de lo que puede representar quedar conmigo para ir de excursión, aunque él tampoco parece andar muy cuerdo jejeje. La Alba, como no es afín a las bebidas hechas a base de chufa, se entretiene observando a dos perros prácticamente idénticos que nos han acompañado durante el último cuarto de hora y que desconocemos de dónde han salido. Su fisonomía no parece muy corriente: todo el cuerpo blanco y la cabeza negra. ¿Quizá tengamos demasiada chufa en la sangre?
Con los ánimos renovados, proseguimos por lo alto de los Cingles de Bertí, sin coincidir con nadie, siguiendo las marcas blancas y amarillas del PR C-33, un sendero circular de unos treinta kilómetros de recorrido con inicio y final en La Garriga que se dirige hacia un castillo abandonado llamado Clascar. De camino, atravesamos un riachuelo en el que Pau echa a correr como loco al grito de: “Ahí debe de haber anfibios”. Alba y Julio van tras él. Como lo mío no es la observación de ranas en estado bruto, aprovecho para remojarme la cara consciente de la solana que va a pegar durante las horas centrales del día en una jornada tan despejada de comienzos de junio. “No te mojes, que arriba igual hay vacas” –me dice Pau. ¿Lo cualo? ¿Eso no era para beber? “Bueno, bueno… haz lo que quieras”. Por descontado, cuando reemprendemos la marcha hacia el Clascar, parte de mi calor corporal se ha empleado para la evaporación de esa agua de río que previamente ha humedecido mis mejillas, con caca de vaca incluida o no. Parece que la cosa hoy va de excrementos…
Al llegar al castillo abandonado, documentado en el año 978 y abandonado a medio reconstruir en el siglo XX, lo primero que hacemos Julio, Pau y yo es meternos en su interior. Como a Alba no le agrada la idea, se queda fuera con mi mochila. Entre ortigas y otras plantas, visitamos sus diferentes dependencias. Sin duda, lo que más me llama la atención son dos cosas. La primera es una especie de bodega subterránea a la que entramos iluminados por el frontal de Julio. Aunque albergamos la esperanza de llegar hasta un pasadizo secreto, tan solo da acceso a una estancia con una pequeña ventana por la que apenas entra luz que le confiere un aspecto de celda. La segunda, en cambio, en el interior de la torre circular del castillo. Si estuviera en perfecto estado supongo que no me atraería tanto, pero resulta que carece de techo. Así, en lo alto de la circular pared se muestra esplendorosa una esfera de cielo que de noche debe de ser espectacular. Los restos de una hoguera atestiguan que alguien pensó lo mismo que yo en alguna ocasión, pero con la diferencia de que regresó para maravillarse con una porción circular del firmamento, mientras que yo estas cosas las suelo ir acumulando en el cofre de los proyectos no consumados y si logro salir doce veces al año –una por mes– ya puedo darme por contento.
Nuestro próximo objetivo es alcanzar Sant Pere de Bertí, el pueblo de referencia de esta zona y que da nombre a los riscos. En su día, cuando la gente aún no había emigrado a la ciudad, llegó a contar con cerca de doscientos habitantes mientras que ahora viene a ser una iglesia con una masía anexa habitada y varias cercanas. Eran precisamente los que utilizaban el Grau de Mercader para bajar hasta Granollers a ofrecer sus productos y abastecerse. Consultando el mapa me percato de que no es necesario continuar por el PR C-33, sino que hay un atajo que parte desde aquí y que va directo al pueblo. Al poco de tomarlo se bifurca –esto no sale en el mapa– y tomamos con acierto la opción de la derecha por el simple hecho de que en vez de descender, mantiene la altura. Como parece habitado, pasamos de largo sin investigar los alrededores, aunque paramos ante diversas flores que Pau intenta identificar y que Alba fotografía. Las hay lilas, rosas y amarillas, entre otras. Se nota que estamos en época primaveral. Mientras divagan sobre nombres que no me dicen nada, como la orquídea, observo a un señor insecto rebuscar en el interior de una flor amarilla. Parece muy atareado y sus motivos debe tener.
Cerca de cuatro horas después de haber iniciado la marcha, atravesamos el ecuador de la excursión y comenzamos el regreso desde Sant Pere de Bertí. Lo primero será seguir el GR-5 hasta Sant Miquel del Fai, otro lugar con historia. Se trata de un sendero de gran recorrido que une las poblaciones costeras de Sitges y Canet de Mar pasando por los parques naturales de Montserrat, Sant Llorenç de Munt i Serra de l´Obac y el Montseny. “Lo único que hemos de hacer es seguir las señales blancas y rojas” –les digo. Pero con tanta chufa en la sangre es difícil y nos lo dejamos atrás por descuido. La cuestión es que la pista forestal parece más evidente que el sendero del GR-5 y llegado un punto uno prefiere seguir tirando hacia adelante, a pesar de las curvas, que regresar al quinto pino para tomar la senda correcta. Lo del pino, por supuesto, es en sentido figurativo, pues tras el incendio que arrasó la zona en 1994, lo que toca es churruscarse bajo un sol de infarto a las dos del mediodía. Un descendiente de uno de los seres vivos que sobrevivieron a las llamas nos muestra su belleza. Se trata de una araña de color rojo con cuatro manchas negras que a primera vista parece una mariquita, llamada araña saltadora moteada –esto no lo sabe Pau, lo encuentro en Google a posteriori–. Resulta ser un macho pues las hembras no tienen esta coloración y parece que somos unos afortunados por habernos topado con ella según algunos comentarios en foros.
Sí, mucha naturaleza, mucha salud y muchas vistas, pero a estas alturas del día, con el calor apretando y el cansancio haciendo mella en nuestro cuerpo, uno comienza ya a pensar más en llegar al coche que en otra cosa a pesar de estar aún a muchos kilómetros de Riells del Fai. Menos mal que por el camino, que se supone que es lo importante –por Dios, preferimos disfrutar de la meta y no del camino–, la cosa se anima cuando una piedra de forma sospechosa llama mi atención: es un fósil de erizo de mar. Pau está que no cabe dentro de sí y se sube por las paredes. Quiere encontrar otro a toda cosa, pero por mucho que busca no lo encuentra. Si es que ya se sabe: las cosas se encuentran cuando no se buscan. Al final opta por ir a “miccionar”, así lo llama él. Julio se ríe. A su regreso pide con insistencia realizar una parada para comer pues literalmente anda cansado, a la vez que el otro badalonense, un servidor, lo que intenta es precisamente lo contrario, demorarla para que una vez hartados no estemos tan lejos del final de la excursión. El término medio, y lo más razonable con vistas a optar por una buena sombra, es detenernos a repostar en una masía en ruinas, l´Onyó según leo en el mapa. Resulta curioso que una de sus estancias esté rehabilitada y tenga una puerta metálica con cerradura; creemos que vienen a hacer barbacoas.
Consciente de que es mi última oportunidad para aligerar la mochila –no es normal afrontar una salida de estas características con nueve kilos a la espalda–, saco la lata de olivas, lo que resta de Coca Cola, varios bocatas y una bolsa de fritos, aperitivo que sé que a Julio le encanta hasta el punto que, en vez de comérselos, los engulle. Libre de los sudados calcetines y de las botas de montaña, los pies se refrescan azotados por un fino viento mientras suspiro por un riachuelo en el que sumergirlos. El silencio es absoluto y la tranquilidad total, pues no hay ni Cristo en la zona –quizá es aquí donde perdió el gorro–. Supongo que la excursión era eso: un día de camino, de naturaleza, de tranquilidad, podría ser el eslogan. Y aquí estamos. A treinta minutos de Barcelona. A media hora de una ciudad infestada de gente y repleta de coches. ¡Con solo pensarlo se me acelera el pulso!
Al retomar la marcha nos encontramos con una grata sorpresa –bueno, vale, he de excluir a Alba en esa referencia a la primera persona del plural–: para bajar hasta el GR-5 hemos de descender por un cordal. Según ella, “bajamos como las cabras”. Eso sí, las vistas aéreas sobre Sant Miquel del Fai y su conocida cascada de al menos un centenar de metros no nos las quita nadie. Al perder desnivel tan repentinamente, no tardamos mucho en enlazar con el sendero de gran recorrido. Una vez en él, en pocos minutos nos plantamos junto al aparcamiento, concretamente en un curso de agua llamado Rossinyol al que no califico como río ni como torrente pues depende de la fuente consultada. De lo que no cabe duda es que Pau ha vuelto a entrar en estado de locura. Acurrucado junto al agua, me lo encuentro metiendo montones de caracoles manzana en el interior de una botella de plástico. “Son una especie invasora” –me dice.
Ajeno a la frenética actividad de Pau, que ya se ha descalzado para meterse en el agua y atraparlos mejor, me remojo ahora sí los pies, que me quedan como nuevos. Diríase que nuestro compañero, a estas alturas, ya podría ser el proveedor oficial de una hipotética caracolada en Villarriba y Villabajo previa a la limpieza de las cazuelas con Fairi Ultra. Julio, por su parte, se fuma un cigarro –que quizá a estas alturas de la excursión cunde más de lo que cuesta– ajeno, por supuesto, al tema de los caracoles, mientras que Alba está de observadora y me dice que le da pena que los saque de su hábitat. “Ellos no tienen la culpa” concluye. Con intención de que no se amodorren, pasado un cuarto de hora les invito a reiniciar la marcha, pues aún tenemos que bajar hasta Riells del Fai. Lo primero que hacemos es atravesar un antiguo puente y una brecha ampliada artificialmente que da paso al Espai Natural de Sant Miquel del Fai. Aunque la entrada tiene un precio de ocho euros, desde aquí son bien visibles de forma gratuita tanto el monasterio –Casa del Priorat (siglo XV)– y la cascada como los depósitos de travertino que albergan sus dos cuevas. También hay en el recinto una iglesia troglodítica del siglo X en la que se celebran bodas y una ermita románica del siglo IX. No obstante, lo más conocido es el hecho de pasar caminando por el interior de la cascada.
Resulta curioso como los lugares pueden cambiar tan poco con el paso del tiempo, hasta el punto de que un viajero 224 años anterior a ti pueda referirse en los mismos términos al sitio en cuestión. Me estoy refiriendo a Francisco de Zamora, quien visitó el lugar el 23 de febrero de 1789 partiendo de Caldes de Montbui. De entre todo lo que escribió en su libro Diario de los viajes hechos en Cataluña citaré una sola cosa como ejemplo: “Desde dicho paraje se recrea la vista mirando la riera y despeñaderos y riscos”. Y sí, entrado ya el siglo XXI, lejos de aquel final del siglo XVIII, uno viene aquí y ciertamente su vista se recrea, hasta el punto que se olvida de llegar al coche; diría que incluso se olvida de que tiene coche. Donde se ponga un buen paisaje natural ante el que embelesarse, que se quiten los artilugios con cuatro ruedas, le escribiría yo a comienzos del siglo XXI a un lector y viajero del siglo XXIV, aunque claro, consultando las hemerotecas rápidamente se daría cuenta de que yo era la excepción y no la norma, un loco nada más, quizá; si es que para entonces el cambio climático no lo ha dejado seco y tan solo pudiera escribir: Aquí hubo una catarata. Y un río. Y un día, en el siglo XXI, alguien disfrutó observándolos.
Como toda aventura, nuestras andanzas tienen un fin. La bajada hasta Riells del Fai no lleva más de media hora y transcurre sin sobresaltos. No es que precisamente la adrenalina haya corrido hoy por nuestras venas –aunque sí la chufa–, pero al menos hemos pasado un entretenido día de excursión, para mí la quinta del año –y a siete de mi objetivo–, todas ellas muy diferentes y es que, como se suele decir, cada cosa tiene su cosa. ¿Redundante, no? Quizá sí, o no. Cuando uno se cansa de estar yendo siempre a las mismas cimas masificadas y no quiere ser uno más del rebaño –se supone que para eso se va a la montaña–, al final ha de acabar buscándose la vida en lugares poco frecuentados, y claro, si no quiere gastarse un dineral en gasolina en tiempos de crisis, lo suyo es montarse una ruta cerca de casa y enfocar la salida de otro modo; al menos yo lo veo así. Desde que llegamos a Riells, hacia las cuatro y media, han pasado siete horas de vivencias, algunas de las cuales quedarán para la posteridad reflejadas en este escrito. La cosa es así: si quieres cinco minutos de felicidad, escucha una canción. Si quieres ser feliz durante media hora, practica sexo. Para disfrutar una hora y media está el partido de fútbol y para las dos horas una buena película. ¿Pero y para siete horas? Lo único que se me ocurre es esto: si quieres ser feliz durante siete horas, vete al monte.
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