Realización de la célebre vÃa ferrata junto a Julio, Agustà y su hijo Raúl, a lo largo de una soleada mañana otoñal en el macizo de Montserrat.
Desde aquel año en el que el señor García Picazo comenzara a instalarla –1993– mucho ha llovido, tanto metafórica como literalmente. Por un lado, las lluvias torrenciales del pasado mes de octubre se han llevado por delante una parte del sendero que lleva al inicio de la vía, algo que no es de extrañar en Montserrat, un lugar que con cada nueva tormenta muda de aspecto, fuente siempre de sorpresas y, por desgracia, de algún incidente. Por otro, la montaña ha evolucionado –o más bien nosotros–, y la asiduidad con la que el común mortal se dirige a ella en busca de llenar un vacío existencial, una carencia afectiva o bien por simple entretenimiento, aumenta de manera exponencial hasta el punto de que uno debe madrugar si no quiere topar con la marabunta.
Respecto a lo primero, no nos afecta porque decidimos subir por las cadenas y cuerdas de la canal, donde tres escaladores, o quizá ferrateros, están probando si tienen bien puesto el arnés, en vez de utilizar la senda que serpentea a nuestra derecha y que desaparece por un derrumbe poco antes de unirse a la arrasada canal, según algunos de aspecto lunar, aunque eso sí, con un tendido eléctrico que la remonta cual tirolina desaprovechada, que buena falta haría para evitar el tortuoso descenso. Respecto a lo segundo, lo hemos evitado quedando en el aparcamiento a las ocho de manera que, salvo que nos lleven bastante ventaja, somos los primeros en plantarnos en el inicio de la vía ferrata, junto al inicio –o final– de la Canal del Mejillón, nombre denostado por algunos por provenir de la basura que recibió de un restaurante ya desaparecido. En todo caso, la canal, equipada con cadenas y para unos pocos la vía de descenso mediante la instalación de rápeles, cuenta con un nombre oficial: la Canal del Pou de Glaç (Pozo de Hielo).
De mis compañeros, comentar que a Julio lo conocí en Roncesvalles en junio y que esta es la tercera vez que me reencuentro con él. Precisamente en el primer reencuentro, en la cresta dels Castellets, es donde conocimos a Agustí, quien subía junto a dos compañeros compartiendo espacio y tiempo con nosotros, con otra peregrina y con un trotamundos alemán. Así, a ambos los conozco fruto de la casualidad, tras un cruce de caminos o de destinos, un modo de hacerse con compañeros totalmente diferente al que antaño me permitió conocer a los que fueron mis maestros y que de un modo u otro me ayudaron a desenvolverme en la montaña: los contactos a través de internet. Raúl, en cambio, aunque ligeramente mayor que yo, es el hijo de Agustí. De profesión fisioterapeuta, se enfrenta a su primera vía ferrata aún a sabiendas de que el lunes sus clientes podrán comprobar a través del tacto sus andadas “findesemanescas”.
Una vez anclados al cable de vida iniciamos lo que queda de subida, que a Agustí le cansará menos que la aproximación. En primer lugar está situado Julio, al que intuyo que le gusta hacer de primero. Luego le sigue Raúl, que es el inexperto y, por tanto, no le pertoca ir ni el primero ni el último. Atrás quedamos yo y Agustí, de manera que los principales fotógrafos ocupan los extremos superior e inferior del grupo. En este punto es cuando habría que confesar que no le he cambiado las pilas a la cámara de fotos, o sea, que no voy a poder tomar fotografía alguna, lo que únicamente me sabe mal por no poder inmortalizarlos a ellos, en especial a Raúl y a Agustí. De todas formas, creo que con sus tres cámaras vamos a estar suficientemente servidos en cuanto al tema fotográfico se refiere. Y así será.
Si algo destaca en la vía ferrata que instaló el citado Antonio García Picazo, un escalador de renombre con innumerables vías abiertas, es que busca el camino a la cima, en este caso al techo del macizo de Montserrat, de una manera directa y elegante, siguiendo el itinerario lógico que minimiza el trayecto a nuestra cita con la cumbre y desechando cualquier tipo de sobreequipación estrambótica que sature la pared de hierros. En ese sentido, lo más espectacular del inicio es que aprovecha un puente de piedra natural, sobre el cual avanzas con una cavidad a un lado y con el patio al otro. En él aprovechamos para fotografiarnos y para consolidar un cambio de posiciones: yo me sitúo segundo y Raúl tercero. Dicho trueque no verbal diría que es el resultado lógico si se tiene en cuenta que Julio va a por faena mientras que padre e hijo se realizan multitud de fotos que inmortalizan el estreno de Raúl.
El acceso a la primera grapa de la pared que sigue al puente de piedra es para mí lo más difícil de toda la vía ferrata, pero es debido a una cuestión personal y para nada extrapolable a la mayoría: me da miedo la altura. Cien o doscientos metros por debajo veo a puntitos vistosos que se acercan al inicio de la Teresina por la Canal de Sant Jeroni. Es lo malo que tiene el primer paso, el estirar la pierna hasta el primer escalón metálico que no puedes evitar ver el vacío. Luego, una vez ganada la posición, con tal de ir mirando hacia arriba el asunto está resuelto, el patio no existe, al menos en la mente del que no recibe señal alguna de su existencia a través de su sentido de la vista. Pero, para qué negarlo, por si acaso tiro para arriba hasta alcanzar un lugar menos expuesto, un sitio en el que poner los pies en tierra firme y esperar con más sosiego el reagrupamiento con Agustí y Raúl.
Tras superar las primeras paredes realmente verticales nos vamos acercando poco a poco al final original de la vía ferrata, el de 1993: la aguja de Santa Cecilia. Uno quizá, llevado por la imagen típica de una vía ferrata como la Regina de Oliana, esperaría encontrar una sucesión de peldaños metálicos en vertical, a modo de escalera hacia el cielo, pero no es el caso en La Teresina. Quizá ese sea el motivo por el que algunos, una vez acabada la vía, se introducen en esa realidad paralela que es internet para difundir que si faltan elementos, que si los ha decepcionado, que si es en algunos tramos peligrosa, o cosas por el estilo. Pero seguramente todo ello es fruto de que esta vía ferrata tiene un estilo y una filosofía diferentes a las de otras, diría que ni mejor ni peor, sino simplemente diferente, y apostaría a que, además de ser una de las primeras, mucho tiene que ver en ello la marca que quiso dejar su instalador, su modo de entender la montaña en una época en la que no sobreabundaban los bosques de aventura ni la masificación. Tramos de grapas se suceden con roca a la que agarrarse, con senderos destrozados por riadas y erosionados por el paso de los humanos, con cadenas y con cuerdas, a menudo en mejor estado del que uno podría deducir con según qué comentarios cibernéticos. Valga esto para romper una lanza en favor de este equipamiento que tan buenos momentos nos ha dado, algunos de ellos en compañía de compañeros –valga la redundancia– que ya nos han dejado.
Diría, sin poder asegurarlo, que somos los primeros del día en plantarnos en lo alto de la aguja de Santa Cecilia, eso sí, seguidos de cerca por varios grupos que nada más sentarnos a desayunar en tan idílico emplazamiento nos alcanzan. Según leí una vez, el señor García Picazo, quien bautizó a la vía ferrata con el nombre de su esposa, se decidió a instalarla con la intención de que las personas no vinculadas al mundo de la escalada pudiesen gozar de la panorámica que desde aquí se disfruta. Hoy en concreto, las paredes de la vertiente norte del macizo son una especie de playa, y una mar de nubes que van a parar sobre ellas son eso, el mar que va a morir sobre la arena, en este caso sobre la roca. A media distancia, en lo alto, se observa el mirador de la cima, que con sus 1236m de altitud es el punto más elevado del parque natural. En este punto toca destacar que la mujer de Agustí ha elaborado un bizcocho y que tengo la suerte de poderlo catar, al igual que Julio. De hecho, hay cuatro pedazos, uno para cada uno, como si con un aporte extra de kilocalorías alguien se quisiera asegurar de que tendremos energías suficientes para regresar a casa sin desfallecer por el camino. ¡Queremos una tirolina sobre el tendido eléctrico ya! O eso pienso dubitativamente.
Por un momento parece que la aguja se nos hace pequeña. La mayoría de los presentes me doblan en edad, y algunos de ellos –como Agustí– buscan el rastro de una clavija cuyo nombre desconozco desde la cual se rapelaba antes, cuando no existían los miniescalones o micrograpas que hay ahora para descender de la aguja, y que es diferente a la que en la actualidad permite la instalación del rápel. Según dicen, antes de rapelaba más hacia el patio, no tan metido en la brecha por la que nos disponemos a bajar tras esperar a que nuestro turno llegue. Paralelamente, otro grupo está superando el escollo con un rápel, un método mucho más rápido y sencillo pero que le quita la vidilla a la destrepada, siempre más exigente que una trepada. Una vez abajo, Agustí habla con el chico que ha montado el rápel. El primero dice que se rapela con un ocho, pero el segundo le dice que no, que entonces si te sueltas te caes, que hay que usar un shunt y otra cosa que no es un ocho y que tiene tres letras que no recuerdo, quizá siglas. Y entonces al observador ocioso le viene a la memoria cuando se rapelaba sin arnés, sin ocho y sin artículos varios del “cortinglés” montañero, y también las grandes hazañas que se gestaron cuando la valentía, la ambición, el esfuerzo y el sacrificio no se veían mermados por la falta de utensilios de último modelo, sino que primaba la aventura por encima de todo.
A veces suceden cosas inexplicables, y quedarse de nuevo como los primeros sería una de ellas. Seguidos por el resto de grupos vamos subiendo por lo que más sería una excursión que una ferrata, sin dejar de ser por ello una zona expuesta, por lo que más vale no confiarse mucho, en especial cuando no hay cable de vida. Ya se sabe que las desgracias suelen sobrevenir en los lugares más tontos tras un despiste inoportuno. Así, poco a poco, nuestro ánimo y nuestra altura aumentan, y en un momento dado nos plantamos en el tramo final de la canal, una chimenea muy encajonada. Las cadenas ya no suponen el esfuerzo de antaño por la colocación de unas minigrapas que facilitan sobremanera la superación de la primera parte. Luego viene la citada chimenea, que te sitúa directamente en la cima. De ella se ha dicho que es difícil, algo que no lo parece, supongo que debido a que con el tiempo le han ido añadiendo minigrapas que le han restado carácter, aunque cabe destacar que menudo palo supondría no poder superarla por falta de fuerzas o por lo que sea y tener que darse media vuelta.
Hay quien dice que lo más espectacular de La Teresina es su parto, cuando el montañero la abandona para contactar de nuevo con el mundo. En ese momento, una serie de personajes que pueden ir desde el norteamericano en chancletas que se quiere fotografiar contigo hasta guiris sin agua ni mochila, se quedan perplejos con la aparición de unos seres equipados de una manera curiosa que parecen surgir de los despeñaderos, de la nada. Y volviendo al tema de los encuentros fortuitos, en el momento en el que un chico llamado Manuel fotografía el mirador con el cielo detrás, aparece la cabeza de Julio, que queda retratada involuntariamente en esa milésima de segundo de entre la infinitud de segundos posibles. Como hay un montón de gente y el bullicio es considerable, los invito a coronar por el mismo precio un “cim comarcal” (techo comarcal), esas montañas que en algunos centros excursionistas se dedican a coleccionar con perseverancia a lo largo de los años. No es otro que la Albarda Castellana, punto culminante del Baix Llobregat y totalmente solitario ya que es poco conocido y visitado. Por descontado, nos acompaña Manuel.
Diríase que una montaña y la otra, pese a estar separadas por cinco minutos de marcha y a estar en contacto visual directo y cercano, son como la noche y el día, al menos en cuanto a masificación y soledad de refiere. En la Albarda Castellana estamos tranquilos y se puede escuchar el viento. La pega –y la gracia– es que está unos metros por debajo, y ya se sabe, tendemos a valorar a las montañas por lo que miden, en especial si superan la simbólica cifra de los tres mil metros de altitud, lo que salvaguarda de la masificación a algunas bellas montañas. En el caso que nos atañe me percato de que le han instalado un Belén y un buzón que alberga la libreta en la que algunos anotamos nuestro paso por el lugar. No creo andar muy errado si afirmo que si no se tratase de un techo comarcal aquí no habría ni una cosa ni la otra, de hecho un cartel te informa de que estás en el “cim comarcal del Baix Llobregat”. Respecto a las vistas, al estar más centrado en el macizo se ven mejor la Gorra Frigia, el Montgrós, el Camell… y otros monolitos que pueblan la pintoresca geografía de Montserrat.
De regreso no despedimos de Manuel, quien toma rumbo a la Vinya Nova. Resulta significativo que en las tres horas de ascenso no se haya encontrado a nadie hasta llegar a la ruta normal de Sant Jeroni, en la que hay que superar, entre otras cosas, unos mil cien escalones. Nosotros cuatro descendemos por la descompuesta Canal de Sant Jeroni, y en unos cuarenta y cinco minutos estamos de nuevo en los coches, a eso de las dos del mediodía, tras seis horas de estancia entre estas paredes, monolitos y canales que seguro que esconden multitud de lugares infrecuentes, es decir, poco visitados, que esperan su momento de gloria, aquel en el que el inquieto montañero decida que ya basta de caminos trillados, que hay que salir al encuentro de novedades, una senda por la que algún día habrá que transitar. Hasta entonces, habrá que ir acumulando experiencia en los lugares comunes, conocer por donde la gente se mueve, y así saber cómo evitarla, para que cuando llegue el momento en el que uno ya no pueda ir a la montaña en busca de paz y tranquilidad, eche mano de sus recursos y sí, logre hallar aquel rincón que lo espera desde hace tiempo.
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