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Monday 13 de June de 2011, 13:29:16
23-04-11: Mansilla de las Mulas – Villadangos del Páramo (40,2km)
Tipo de Entrada: RELATO | 1931 visitas

16al24-04-11 : Logroño – Burgos – León – Astorga (Camino de Santiago) A lo largo de nueve jornadas recorro unos 350km de la ruta francesa del Camino de Santiago, la más concurrida. Así, gracias a una media diaria cercana a los cuarenta kilómetros, logro plantarme durante las vacaciones de Semana Santa algo más cerca de lo previsto a la catedral de Santiago, concretamente en Astorga en vez de en León, como me sucediera en la Semana Santa del 2007. Quizá esos cincuenta kilómetros de más me permitan hacer un último tirón hasta Finisterre en un futuro, pero de momento eso queda aún muy lejos.

 

 

A las ocho menos diez abandono el albergue; se nota que ayer me acosté algo más tarde de lo habitual. Mi cabeza como de costumbre empieza a funcionar y anoto que estoy descubriendo que más allá de los ordenadores sigue habiendo vida. ¡La de días que llevo sin entrar en contacto con uno y sin conectarme a internet! Exactamente son ocho. Ajeno al ciberespacio llego a la primera localidad del día, Villamoros de Mansilla, unos minutos pasadas las ocho y media. Cerca de las nueve menos diez atravieso otra, en esta ocasión Puente Villarente. Mis pensamientos me llevan a que en la actualidad lo que identifica al peregrino no es la vieira, sino la mochila. De hecho, tal ornamento sólo lo he traído en la primera ocasión. A partir de la segunda ya no he portada nunca nada prescindible, y la concha para mí se entra dentro de tal grupo.

 

Son las diez y media cuando tras varios días sin saber de ellos me alcanzan los ciclistas de Toledo, Pablo y Pedro, concretamente junto a los servicios centrales de Caja España. Me cuentan que han dormido en el pueblo anterior a Mansilla de las Mulas junto a toda la trope de Badalona, cuyas chicas tienen la edad aproximada de Pablo –entre catorce y dieciséis–. Me explica que se han intercambiado los correos electrónicos y que esta tarde han quedado todos en reunirse en el albergue municipal de León, que también lo de es juventud. A diferencia del religioso, que es muy céntrico, este se encuentra a las afueras y fue donde pernocté en Navidades de 2007 al inicio de mi primer asalto definitivo a Santiago –y hasta la fecha el único–. Le comento que si algún día se viene para Badalona que me avise y me responde que eso hará. Quedamos en que luego, si acaso, ya nos veremos, pero no va a ser así. Quizá a ellos tampoco los vuelva a ver nunca más.

 

En Puente Castro un señor “me pide con humildad un euro cincuenta”. Oralmente le comento que detrás vienen unos peregrinos extranjeros con mayor poder adquisitivo que yo, e interiormente me digo que por qué exactamente uno con cincuenta. Considero que sí, que debo sacar la libretita de cosas extravagantes que me encuentro en el Camino y anotarlo. A este paso va a parecer el libro gordo de Petete o los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust –lo confieso, sólo he podido con el primero–. A las once menos cinco llego a un cruce de la capital en el que hacia la izquierda está indicado el albergue municipal, y siguiendo recto te diriges al de las Benedictinas Carbajalas. Por un lado pienso en mis dos amigos toledanos y en la gente de Badalona. Pero no me llama la atención tirar hacia el albergue a una hora tan temprana. Me digo a mí mismo que si acaso luego ya regresaré, algo que no acabo de creerme del todo. Mira que es difícil engañarse a uno mismo…

 

En un bazar de los chinos, que yo les sigo llamando todo a cien, me compro por ochenta céntimos una bolsa de pipas peladas. ¡Cuánta caloría junta! Me las como en una especie de mercadillo de antigüedades situado en la calle Fernández Cadorniga. No son muchas paradas pero encuentro algunos libros a los que tampoco les presto mucha atención: lo último que haría ahora sería cargarme con uno. Un vendedor tiene expuesta una botella de Anís del Mono y le comento que es un licor de mi ciudad, Badalona. La botella es antigua y por allí a más de uno le interesaría, pero tal objeto también entra en mi lista de cosas prescindibles –si estuviera llena, en cambio, habría que sopesarlo–. Comprueba la etiqueta y efectivamente, aparece bien visible mencionada mi ciudad natal, que en los últimos tiempos pasa por sus horas bajas a causa de cierta degradación y delincuencia en determinados barrios. Eso sí, seguimos siendo la tercera urbe más poblada de Cataluña y figurando entre las primeras veinticinco de España.

 

Por el casco antiguo me encuentro con dos coreanos casi ancianos con los que he ido coincidiendo a menudo estos últimos días. Desconozco si tienen amagada alguna moto bajo alguna piedra o qué, pero parecen los únicos que me siguen el ritmo. Como siempre, los veo despistadísimos y con una guía en la mano. Uno no entiende ni jota de inglés y el otro, de un aspecto parecido a los maestros de las películas de kárate y al vendedor de Gremlins, es el que siempre me pregunta. Están buscando el albergue religioso y aunque está cerca, como está algo escondido, se han pasado de largo. Como no tengo prisa alguna los acompaño hasta la puerta y me lo agradecen con una sonrisa. Antes de tomar una decisión sobre mi futuro inmediato me acerco a la estación de autobuses, que queda al otro lado del río. Allí compruebo que para salir hoy hacia Barcelona nada de nada, o sea, que está todo completo. Hay billete para mañana tanto desde aquí como desde Astorga, situada dos etapas más adelante. Precio por precio, prefiero caminar cincuenta kilómetros más y eso que me llevo y que me ahorro en mi futura sexta escapada al Camino. Una única plaza queda en el autobús de mañana, que parte de Astorga a las 18:55 y llega a la ciudad condal a primera hora de la mañana. ¡Para mí! Ya no queda ninguna.

 

A las doce y cuarenta y cinco salgo de la estación y un cuarto de hora después me adentro en Trobajo del Camino, población anexa a la capital. En algunos bares se anuncia un “gran corro de chapas”, lo que me confirma aquello que me explicó ayer Dolores. A ella tampoco la voy a ver más. Una tienda llamada AlpinSport me recuerda a la Alpesport de Andorra, donde me compré las raquetas de nieve, los crampones, el piolet, al arnés, el casco y el kit de vía ferrata; todo ello se encuentra durmiendo el sueño de los justos en mi casa. Menos mal que se trata de material que dura muchos años, porque el uso que les doy es más bien nulo aunque últimamente he desempolvado varias veces el kit de vía ferrata. Al pasar junto a un Mercadona cerrado mi espalda se pone contenta: la de kilogramos que se ha ahorrado de transportar entre patatas fritas, gominolas, refrescos, pastas y aceitunas. Todo ello no lo englobo en la lista de cosas prescindibles, sino en la de prioridades. En ese sentido, en unas máquinas de venta automática situadas a pie de camino me hago con una bolsita de Conguitos –desprovisto de lanza por resultar xenófobo– y con algo que llevo días suspirando por ellas: una bolsita de pipas Tijuana.

 

A las dos de la tarde llego a la población llamada Virgen del Camino. Me paso un cuarto de hora en el interior de la iglesia refrescándome –fuera hace mucha calor– y descansado sentado en un banco de la última hilera. Se supone que es un lugar para la reflexión e intento hacerlo, pero las sensaciones que siento no se traducen en ninguna de esas frases que suelo anotar mientras camino. Lo mío no es estar sentado. A la salida de la ciudad hay una bifurcación de caminos: como recuerdo que hace cuatro años tomé el de la izquierda, esta vez me decido por el que sigue recto. Según indica, los kilómetros son más o menos los mismos. Se hace un poco pesado por el calor y por la presencia de tráfico rodado, al cual se refiere un dibujo que han hecho a la salida de un túnel peatonal en el que aparece un peregrino suspirando por un autobús de la Alsa que lo lleve hasta Santiago.

 

Pasan cinco minutos de las tres cuando atravieso Valverde de la Virgen. En dicha localidad me entretengo reteniendo el nombre de sucesivas calles que se abren a mano izquierda, tales como “el Cotico”, “el Pradico”, “la Carrera” y “el Caño”. Se trata de nombres escuetos pero significativos. Al poco me planto en San Miguel del Camino, en cuyo bar me compro por sesenta céntimos un helado de hielo sabor naranja. ¿Quién dijo que el dinero no da la felicidad? El sofocante calor se ve así mitigado en parte pero, ironías del destino, una tormenta está a punto de desencadenarse. Me pilla de pleno en los alrededores de un hotel de carretera e instintivamente busco refugio bajo la uralita metálica de su hilera de aparcamientos. La lluvia es de una gran intensidad y el viento sopla de lo lindo, así que me mojo por todas partes y me siento muy incómodo. Unos potentísimos truenos me incomodan aún más y empiezo a estar hasta el gorro de la etapa. En este momento sólo deseo que la lluvia cese y llegar al albergue.

 

Todo empapado abandono el aparcamiento, antes incluso que un coche que se ha salido de la carretera para resguardarse ante la imposibilidad de conducir con seguridad con tal tromba de agua. Como ya no me puedo mojar más, paso de sujetarme el poncho del todo a cien y simplemente me lo coloco y dejo que el viento juegue con él. Los pies me comienzan a doler, tanto por la acumulación de kilómetros como por llevarlos calados. Así que hoy toca dormir en Villadangos del Páramo, una población por la que diría que no he pasado nunca –hace cuatro años tomé la variante de la izquierda–. Al albergue llego pasadas las cinco. Siguiendo el ritual de cada día, deposito mis pertenencias sobre un colchón situado en la tercera altura respecto al suelo –es la litera más alta que jamás he visto– y me dirijo a la ducha. Casi como nuevo, me siento en la mesa del comedor y una señora, la hospitalera, llega al lugar. Son las cinco y media. Tras pagarle los cuatro euros que cuesta dormir aquí, le consulto por una tienda. Se ve que lo único que hay es la panadería, que vende también algún producto de supermercado. Allá me dirijo en chancletas –ya no llueve– y una joven me cobra una lata de atún, media barra de pan –sí, media–, un paquete de magdalenas, una bolsa de Cheetos Drakis, un paquete de gominolas y dos bolsas de Monchitos, a los que yo siempre he llamado arroz inflado. Por un lado, compruebo que estos cuestan la mitad que en mi barrio –0,15 euros– y por otro, que es posible comprar media barra de pan –en Badalona puedes comprar una y tirar la media que te sobra a la basura, aunque siempre está la opción de ir al Pont del Petroli y echárselo a los peces–.

 

Una vez en el albergue aprovecho para anotar lo acontecido. Se trata de un lugar agradable con una gran zona comunitaria. El mueble que alberga los platos es antiguo, como el de los pisos viejos, y me recuerda al del comedor de mi casa. Son aquellos voluminosos que albergaban –y albergan– gruesos televisores antecesores de los actuales de pantalla plana. Conozco a un abogado brasileño llamado André que se ha tomado un año sabático y está viajando por el mundo. Me explica que hace poco ha estado en Barcelona alojado en la Plaza Real. Su intención era pasar varios días pero le gustó tanto que estuvo más de una semana. Le comento que si algún día vuelve a ir que me avise y nos damos una vuelta. Me pasa el blog en el que está colgando su vuelta al mundo. Sí, después de aquí se va para África, Asia y de regreso a América. Se trata de www.diarionomade.blogspot.com Cenamos juntos y pronto me despido: hay que aprovechar la ausencia del californiano para descansar sin música de fondo. Y vamos que si lo hago, aunque sea a tanta altura del suelo…

 

P.D. Te invito a visitar mi canal de Youtube Feliz Éxito aquí:  www.youtube.com/felizexito




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